La paz, en el mundo espiritual, se refiere a un proceso de perfeccionamiento interno, no político.  A continuación, encontrará los pensamientos de Thomas S. Monson sobre cómo podemos obtener la paz personal.

La paz mundial

christus-jesus-christ-mormonLa paz mundial, aunque es un objetivo encomiable, sólo es el fruto de la paz individual que todos queremos obtener.  Y no me refiero a la paz que promueve el hombre, sino a la paz que Dios promete.  Hablo de la paz en nuestros hogares, la paz en nuestro corazón, la paz en nuestra vida personal.  La paz forjada por el hombre es efímera.  La paz de Dios es imperecedera.  Thomas S. Monson, “La búsqueda de la paz”, Liahona, marzo de 2004, pág. 3-7.

La paz a través del Salvador

Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que fue sobrecargado con “dolores, experimentado en quebranto”, habla a todo corazón atribulado y le concede el don de la paz: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da.  No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”

Él envía Su palabra por conducto de miles de misioneros que sirven a lo largo y ancho del mundo proclamando Su Evangelio de buenas nuevas y de paz.  Las desconcertantes preguntas, tales como: “¿De dónde vengo? ¿Qué propósito tiene mi existencia? ¿Adónde voy después de morir?” tienen respuesta a través de esos siervos especiales.  La frustración huye, la duda desaparece y la incertidumbre se desvanece cuando la verdad se imparte con convicción, a la vez que con un espíritu de humildad, por aquellos que han sido llamados a servir al Príncipe de paz, el Señor Jesucristo.  Su don se confiere de forma individual: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él”. Thomas S. Monson, “Los regalos de la navidad”, Liahona, diciembre de 2003, pág. 2.

El camino a la paz en el mundo

En un mundo en el que la paz es motivo de ansiedad universal, a menudo nos preguntamos por qué la violencia recorre nuestras calles, por qué se producen tantos asesinatos y homicidios que colman las columnas periodísticas, por qué hay tantas discordias y conflictos familiares que atentan contra la santidad del hogar y ahogan la tranquilidad de tantas vidas.

Quizás nos apartamos del sendero que conduce a la paz, sólo para descubrir que es menester efectuar una pausa para meditar y reflexionar acerca de las enseñanzas del

Príncipe de paz, y nos propongamos entonces adoptarlas en nuestros pensamientos y hechos, y vivir conforme a una ley superior, andar por caminos más excelentes y ser mejores discípulos de Cristo.

La devastación que el hambre provoca en África, las brutalidades del odio en Oriente

Medio y las contiendas raciales en todo el globo nos recuerdan que la paz que anhelamos no se consigue sin esfuerzo y determinación.  El odio, la ira y la contención son enemigos difíciles de controlar.  En su ataque asolador, estos enemigos ocasionan inevitablemente lágrimas de pesar, la aflicción que resulta del antagonismo y la destrucción de las esperanzas.  Su influencia se extiende no solamente a los campos de batalla sino que también se observan a menudo en los hogares y en los corazones.  Muchos olvidan demasiado pronto y recuerdan demasiado tarde el consejo del Señor, que dice: “…no habrá disputas entre vosotros…

“Porque en verdad, en verdad os digo que aquel que tiene el espíritu de contención no es mío, sino es del diablo, que es el padre de la contención, y él irrita los corazones de los hombres, para que contiendan con ira unos con otros.

“He aquí, ésta no es mi doctrina, agitar con ira el corazón de los hombres, el uno contra el otro; antes bien mi doctrina es ésta, que se acaben tales cosas”.  Thomas S. Monson, “La búsqueda de la paz” Liahona, marzo de 2004, pág. 3.

La paz en los problemas personales

Madres y padres que esperan ansiosos la llegada de un anhelado bebé a veces se enteran de que la criatura no se encuentra bien; se enfrentan a un cuerpecito que carece de un miembro, cuyos ojos no ven, que ha sufrido daño cerebral o que padece el llamado “síndrome de Down”, y se quedan confusos, llenos de dolor, buscando a tientas una esperanza.

Entonces se produce el inevitable sentimiento de culpabilidad, las acusaciones por descuido y las preguntas de siempre: “¿Por qué una tragedia así en nuestra familia?”, “¿Por qué no hice que se quedara en casa?”, “¡Si no hubiera ido a esa fiesta!”, “¿Cómo pudo suceder eso?”, “¿Dónde estaba Dios?”, “¿Dónde estaba el ángel guardián?”.  El “si”, el “por qué”, el “dónde”, el “cómo”—esas palabras recurrentes— no devuelven al hijo perdido, no otorgan al cuerpo la perfección, ni hacen realidad los planes de los padres ni los sueños de la juventud.  Ni la autocompasión, ni el aislamiento ni la profunda desesperación pueden brindar la paz, la tranquilidad y la ayuda que se necesitan.  En cambio, debemos seguir adelante, mirar hacia lo alto, avanzar y elevarnos hacia lo celestial.

Es imperativo que reconozcamos que lo que nos ha pasado también ha sucedido a otras personas. Ellas se han sobrepuesto y nosotros debemos hacerlo también. No estamos solos; la ayuda de nuestro Padre Celestial está a nuestro alcance. Thomas S. Monson, “Milagros de fe”, Liahona, julio de 2004, pág. 4.