Las creencias mormonas enseñan que la vida en la tierra es el punto central de una vida de tres partes.  La primera parte se lleva a cabo con Dios antes de nuestro nacimiento, donde vivimos como espíritus y aprendimos a amar a Dios y Su evangelio.  Después aceptamos venir a la tierra para obtener cuerpos, familias y experiencias, y para ser probados.  La muerte es solamente una transición que nos permite volver al lugar donde comenzamos, regresar a Dios y a Jesucristo.  A continuación se presentan las historias y los pensamientos de Thomas Monson, el profeta Mormón, sobre el tema de la muerte.

La fe de un niño

Ascension Resurrection Jesus Mormon

Hace unos cuantos años, me enteré de la muerte de una amiga cercana, una joven mujer a quien la muerte llevó en la flor de su vida, y fui a visitar a su marido y sus hijos para expresarles mis condolencias. De pronto, la niña más pequeña me reconoció, se acercó y me tomó de la mano. “Ven conmigo”, me dijo, conduciéndome junto al féretro donde descansaba el cuerpo de su amada madre. “Yo no lloro y tú tampoco debes llorar.  Muchas veces mamá me enseñó lo que es la muerte, y la vida que podemos tener con nuestro Padre Celestial.  Yo les pertenezco a ella y a papá, y todos vamos a volver a estar juntos después”.  Al oírla, recordé las palabras del salmista: “De la boca de los niños…fundaste la Fortaleza” (Salmos 8:2).

A través de mis propias lágrimas pude ver la hermosa y confiada sonrisa de mi amiguita.  Para ella jamás habrá un amanecer sin esperanza.  Sostenidos por un testimonio inquebrantable, con la seguridad de que la vida continúa más allá de la tumba, ella, su padre, sus hermanos, y todos aquellos que comparten el conocimiento de esta divina verdad, pueden ciertamente declarar al mundo: “Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría” (Sal. 30:5).

Thomas S. Monson, “Amanecer sin esperanza…gozosa mañana”, Conferencia General de abril de 1976.

 

La resurrección de Jesucristo vence a la muerte

Mis hermanos y hermanas, al final, la muerte llega a toda la humanidad; llega a los ancianos que caminan con paso trémulo; su llamado lo escuchan los que apenas han llegado a alcanzar la mitad de la jornada de la vida, y muchas veces acalla la risa de los niños.  La muerte es un hecho del que nadie puede escapar ni negar.

Con frecuencia, la muerte llega como una intrusa; es una enemiga que aparece súbitamente en medio de las festividades de la vida, extinguiendo las luces y la algarabía.  La muerte pone su pesada mano sobre nuestros seres queridos y, a veces, suele dejarnos confusos y extrañados.  En otras ocasiones, como cuando se trata de prolongados sufrimientos y enfermedades, llega como un ángel de misericordia.  Pero casi siempre, la consideramos como la enemiga de la felicidad humana.

Las tinieblas de la muerte siempre se pueden disipar por medio de la luz de la verdad revelada.  “Yo soy la resurrección y la vida”, dijo el Maestro, “el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá.  Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”.

Esa seguridad —sí, incluso esta sagrada confirmación— de que hay vida más allá de la tumba, bien podría proporcionar la paz que el Señor prometió cuando les aseguró a Sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”.

De las tinieblas y el horror del Calvario se oyó la voz del Cordero que decía: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y las tinieblas se dispersaron, porque Él estaba con Su Padre.  Había venido de Dios y a Él había vuelto.  Por tanto, aquellos que andan con Dios en este peregrinaje terrenal saben, por bendita experiencia, que Él no abandona a Sus hijos que confían en Él.  En la noche de muerte, Su presencia será “más clara que la luz y más segura que un camino conocido”.

Thomas S. Monson, “Ahora es el momento”, Conferencia General de octubre de 2001.

 

Un ateo gana fe en Dios

En su libro God and My Neighbor [Dios y mi prójimo], Robert Blatchford atacó con vigor las creencias cristianas que gozan de aceptación, tales como Cristo, la oración y la inmortalidad, y aseguró con osadía: “Afirmo haber demostrado de un modo tan pleno y decisivo todo lo que me propuse, que ningún cristiano, no obstante su grandeza y su capacidad, puede rebatir ni redargüir mis argumentos”.  Este hombre se rodeó de un muro de escepticismo hasta que ocurrió algo sorprendente: ese muro de pronto se desmoronó, dejándolo desprotegido e indefenso.  Lentamente empezó a volver a la fe que había despreciado y ridiculizado.  ¿Qué fue lo que produjo ese profundo cambio en su actitud?  La muerte de su esposa.  Con corazón quebrantado, entró en el cuarto donde reposaban los restos mortales de su esposa y volvió a contemplar aquel rostro que tanto había amado. Salió y le dijo a un amigo: “Es ella, y al mismo tiempo no lo es; todo está cambiado. Había algo que ahora no está; no es la misma. ¿Qué puede faltar si no es el alma?”.

Más tarde, escribió: “La muerte no es lo que algunos imaginan.  Es sólo como irse a otra habitación. A llí hallaremos… a los preciados hombres y mujeres, y a los dulces pequeños que hemos amado y perdido”

Thomas S. Monson, “Yo sé que vive mi Señor”, Liahona, mayo de 2007, pág. 22.

 

Haz que la vida valga la pena – sirve a los demás

¡Qué frágil es la vida y qué certera la muerte!  No sabemos cuándo se nos requerirá partir de esta existencia terrenal.  Por eso, pregunto: “¿Qué estamos haciendo con el hoy?”.  Si vivimos sólo para el mañana, al final tendremos muchos ayeres vacíos.  ¿Se nos podría culpar de decir: “He estado pensando en corregir el curso de mi vida y pienso dar el primer paso… mañana”?  Con esa manera de pensar, el mañana nunca llega.  Esos mañanas raramente llegan a menos que hoy hagamos algo con respecto a ellos.  Como nos enseña el conocido himno:

Por doquier se nos da oportunidad

de servir y amor brindar.

No la dejes pasar; ya debes actuar.

Haz algo sin demorar.

Hagámonos las preguntas nosotros mismos: “¿En el mundo acaso he hecho… hoy bien? ¿O acaso al pobre logré ayudar?” ¡Qué gran fórmula para la felicidad! Qué gran receta para obtener contentamiento y paz interior la de haber inspirado gratitud en otro ser humano.

Las oportunidades que tenemos de dedicarnos al servicio a los demás son verdaderamente ilimitadas, pero también son frágiles y se disipan.  Hay corazones para alegrar; hay palabras amables para decir; hay regalos para obsequiar; hay acciones para llevar a cabo; hay almas para salvar.

Thomas S. Monson, “Que así vivamos”, Liahona, agosto de 2008, págs. 2–7.