Cuando Thomas Monson, el profeta mormón, tenía aproximadamente doce o trece años,, tuvo la oportunidad de salvar la vida de alguien. Para él, esta era una lección en la que Dios hacía sus obras mediante ellos, colocándolos donde se les necesitara, además, la importancia de estar preparado para servir donde Dios lo necesite.
Su familia pasaba el verano en el Cañón de Provo en Utah. Él aprendió a nadar en el río de Provo y por lo general disfrutaba las tardes cálidas flotando corriente abajo en una antigua cámara de uno de los neumáticos del tractor. Él conocía cada techo del río y aún así no tenía miedo.
Sin embargo, para aquellos que no conocían el río, a veces resultaba peligroso. Los griegos que estaban en Provo realizaban un picnic anual a lo largo del río y algunos se divertían tomando un tiempo para nadar. Ese año en particular, los nadadores entraron al agua a altas horas del día, cuando todos se habían ido. Ellos habían nadado sólo en piscinas y no en ríos de rápidas corrientes y una mujer se cayó de una roca. Ninguna de las personas que estaba con ella podía nadar lo suficiente para ayudarla, ya que éste era el lugar más rápido del río.
Thomas Monson estaba apenas entrando al lugar cuando escuchó que las personas gritaban pidiendo auxilio. Ella se hundió dos veces antes de que él pudiera alcanzar a la mujer y justo cuando empezaba a hundirse por tercera vez, él pudo agarrarla con su mano. Él la jaló hasta su cámara y la llevó a la parte más tranquila del río donde esperaba su familia. Él estaba, como estaría la mayoría de los chicos de su edad, avergonzado cuando lo empezaron a abrazar y besar, agradeciéndole por haberla salvado. Él escapó tan rápido como le fue posible de sus elogios y continuó su viaje. Él empezó a darse cuenta de que él, sólo un muchacho, había tenido la oportunidad de salvar una vida.
Sobre esta experiencia, él escribió:
El Padre Celestial había escuchado las suplicas: “¡Sálvenla! ¡Sálvenla!”, y me permitió a mí, un diácono, flotar por ahí en el preciso momento en que se me necesitaba. Ese día aprendí que el sentimiento más dulce que se puede experimentar en la mortalidad es el de darse cuenta de que Dios, nuestro Padre Celestial, conoce a cada uno de nosotros y nos permite generosamente ver y compartir Su poder divino para salvar (Thomas S. Monson, “Al que honra a Dios, Dios le honra”, Conferencia General de octubre de 1995).
En los siguientes años, Thomas Monson tendrían otras oportunidades para salvar vidas, la mayoría mediante su sacerdocio. La Iglesia Mormona tiene un ministerio laico y todos los chicos y hombres mayores de doce años que sean dignos, pueden recibir el sacerdocio. Ésta es la razón por la que el Presidente Monson se refirió a sí mismo como un diácono en la cita anterior. Ese es el primer oficio del sacerdocio que un joven posee.
A los oficiantes mayores del sacerdocio se les otorga el don de la imposición de manos. Cuando una persona está enferma, herida, o necesita tranquilidad o guía, las personas que poseen el sacerdocio pueden colocar sus manos en la cabeza de esa persona, y mediante el poder del sacerdocio que Dios les ha otorgado, pueden ofrecer una oración que puede, mediante Dios, curar. Por supuesto, no todas las personas que reciben una bendición se curan. Todos deben en algún tiempo morir y a veces nuestras pruebas son para nuestro propio bien o tienen otro propósito. Sin embargo, la bendición coloca al receptor de manera firme en las manos de Dios y trae seguridad de que todo será como Dios lo ha planeado.
Él cuenta la historia cuando fue llamado por primera vez a usar su sacerdocio con el fin de curar a alguien:
Durante las últimas fases de la Segunda Guerra Mundial, cumplí los 18 años y me ordenaron élder, una semana antes de ingresar en la Marina, en el servicio activo. Un miembro del obispado de mi barrio estaba en la estación para despedirme. Justo antes de subir al tren, me dio un libro que tengo aquí frente a ustedes esta noche. El título es el “Manual Misional”. Yo me reí y le dije: “Estaré en la Marina, no en una misión”. Él me contestó: “Llévatelo igual. Tal vez te sea útil”.
Y lo fue. Durante el entrenamiento básico, el comandante de la compañía nos enseñó cómo empacar la ropa en una bolsa grande de marinero. Después nos aconsejó: “Si tienen un objeto duro y rectangular para poner en el fondo de la bolsa, su ropa se mantendrá más firme”. Yo pensé, “¿dónde voy a encontrar algo rectangular y duro?”, pero de inmediato recordé el objeto rectangular adecuado, el Manual Misional, y de esa manera lo utilicé durante doce semanas.
Como siempre, la noche antes de salir para el receso de Navidad, pensábamos en casa. Había silencio en las barracas; pero de pronto me di cuenta de que mi compañero que tenía su litera al lado mío, un miembro de la Iglesia, Leland Merril, se quejaba de dolor. Le pregunté: “¿Qué te pasa Merrill?”.
Contestó: “Estoy enfermo, realmente enfermo”.
Le aconsejé que fuera al dispensario de la base, pero me contestó que sabía que si lo hacía no podría ir a casa a pasar la Navidad. Entonces le sugerí que se quedara quieto, ya que si no iba a despertar a todo el cuartel.
Las horas se prolongaron y sus quejidos eran cada vez más fuertes. Entonces, en desesperación susurró: “Monson, ¿tú eres un élder, verdad?”. Le dije que sí lo era, tras lo cual me rogó: “Dame una bendición”.
Me di cuenta de que nunca había dado una bendición; nunca había recibido una bendición, ni tampoco había observado dar una bendición. Oré al Señor pidiendo Su ayuda, y recibí una respuesta: “Mira en el fondo de tu bolsa de marinero”. Por lo tanto, a las 2:00 de la mañana, vacié el contenido de mi bolsa en el piso, saqué el objeto duro y rectangular, el Manual Misional, lo acerqué a la luz y leí cómo bendecir a una persona enferma. Ante la mirada curiosa de alrededor de ciento veinte marineros, le di una bendición. Antes de que guardara mis cosas, Leland Merrill dormía como un niño.
A la mañana siguiente, Merrill, me dijo con una sonrisa: “Monson, ¡me alegro de que tengas el sacerdocio!”. Sólo mi agradecimiento superó su alegría; agradecimiento no sólo por el sacerdocio sino por ser digno de recibir la ayuda que se requería en un momento de inmensa necesidad y por ser digno de ejercer el poder del sacerdocio. (Thomas S. Monson, “El Sacerdocio: Un don sagrado”, dirigido en la conferencia general de abril de 2007).
Hoy, como el profeta mormón, Thomas Monson participa en un papel aún más importante como un salvavidas. Hoy, su principal responsabilidad es dirigir a las personas a ser salvas en el reino de dios. Él está llamado específicamente a testificar de Jesucristo y a animar a las personas a amar y seguir a Jesús.
Uno de los muchos testimonios que Thomas Monson ha ofrecido del Salvador es este:
Con todo mi corazón y el fervor de mi alma levanto mi voz en testimonio, como testigo especial, y declaro que Dios vive; Jesús es Su Hijo, el Unigénito del Padre en la carne. Él es nuestro Redentor y nuestro Mediador ante el Padre. Fue Él quien murió en la cruz para expiar nuestros pecados. Él fue las primicias de la resurrección, y gracias a Su muerte todos volveremos a vivir. Cuán dulce es el gozo que dan estas palabras: “¡Yo sé que vive mi Señor!”. Ruego que todo el mundo lo sepa y viva de acuerdo con este conocimiento. Es mi humilde súplica, en el nombre de Jesucristo, el Señor y Salvador. Amén. (Thomas S. Monson, “¡Yo sé que vive mi Señor!”, Conferencia general de abril de 2007).
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