Desde el principio de los tiempos, el trabajo de un profeta ha sido pedir con vehemencia el arrepentimiento. Noé, Jeremías, Moisés y todos los profetas de Dios, tanto en tiempos antiguos como modernos, han tenido la responsabilidad de instar a la gente al arrepentimiento.  Muy a menudo, la gente no quiere escuchar oír el llamado, y algunos profetas, como Jeremías, pusieron en peligro su vida como resultado.  Sin embargo, un profeta no es enviado a hacer lo que es fácil o agradable.  Su único deber es con Dios.  A continuación se presentan algunos pensamientos de Thomas S. Monson, un profeta moderno, sobre el pecado y el arrepentimiento.

 

El pecado juega hasta el final

oracion-mormona

Ninguna enumeración de las muchas caras del fracaso estaría completa sin incluir la cara del pecado.  Este culpable juega hasta el final.  Hay mucho en juego.  Pablo declaró: “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23).  Y nadie puede ignorar la palabra del Señor.

“Aquello que traspasa una ley, y no se rige por la ley, antes procura ser una ley a sí mismo, y dispone permanecer en el pecado, y del todo permanece en el pecado, no puede ser santificado por la ley, ni por la misericordia, ni por la justicia ni por el juicio. Por tanto, tendrá que permanecer sucio aún” (D. y C 88:35)

Thomas S. Monson, “Faces and Attitudes”, New Era-revista SUD en inglés, setiembre de 1977, pág. 47.

 

Hay un camino de regreso

Si alguno ha tropezado a lo largo del camino, hay una manera de volver.  El proceso se llama arrepentimiento.  Nuestro Salvador murió para proporcionarnos a ustedes y a mí ese bendito don.  Aunque la senda es difícil, la promesa es verdadera: “…aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos” (Isaías 1:18).

No arriesguen perder la vida eterna.  Guarden los mandamientos de Dios.  Si han pecado, cuanto más pronto empiecen a tratar de volver, tanto más pronto encontrarán la dulce paz y el gozo que se reciben con el milagro del perdón.

Thomas S. Monson, “La preparación trae bendiciones”, Liahona, mayo de 2010, pág. 64.

 

 

Hagan elecciones sabias

Muchas de ustedes conocerán la obra Camelot.  Quisiera compartir con ustedes uno de mis pasajes predilectos de esa producción.  Al escalar las dificultades entre el rey Arturo, Sir Lancelot y la reina Ginebra, el rey advierte: “No debemos permitir que nuestras pasiones destruyan nuestros sueños”.  Esta misma súplica quisiera dejar con ustedes hoy: No permitan que sus pasiones destruyan sus sueños. Rechacen las tentaciones.

Recuerden las palabras del Libro de Mormón: “la maldad nunca fue felicidad”.

El siguiente consejo es esencial para su éxito y felicidad: “Escojan sus amistades con cuidado”.  Tenemos la tendencia a volvernos como las personas a las que admiramos y ellas son, generalmente, nuestros amigos.  Debemos relacionarnos con personas que, al igual que nosotros, no tengan una visión limitada de las cosas de la vida, ni tengan metas sin sentido ni ambiciones vanas, debemos relacionarnos con personas que valoren las cosas que tienen mayor importancia, o sea, personas que tengan objetivos eternos.

Mantengan una perspectiva eterna que incluya el casamiento en el templo.  No hay escena más grata, ni momento más sagrado que el día especial en que se casen, pues en él tendrán una pequeña visión de la dicha celestial.  Estén alerta y no permitan que la tentación las prive de esa bendición.

Antes de tomar cualquier decisión, háganse estas preguntas: ¿Cómo me afectará?, ¿cómo me beneficiará?, y vean que su código personal de conducta no recalque tanto el “¿qué pensarán los demás?”, sino, más bien, el “¿qué pensaré yo de mí misma?”.  Déjense influenciar por la voz apacible y delicada del Espíritu; tengan presente que hace algunos años, un hombre con la debida autoridad puso las manos sobre la cabeza de ustedes en el momento de la confirmación y dijo: “Recibe el Espíritu Santo”.  Abran el corazón, abran el alma misma, a los susurros de esa voz que testifica de la verdad.  Como prometió el profeta Isaías: “…tus oídos oirán… palabra que diga: Este es el camino, andad por él”.

El tenor de estos tiempos es la permisividad.  A nuestro alrededor vemos los ídolos del cine, los héroes del mundo de los deportes —aquellos a quienes los jóvenes quieren imitar— haciendo caso omiso de las leyes de Dios y justificando procederes pecaminosos, argumentando que no tienen mayores efectos negativos. ¡No lo crean!  Un día tendremos que rendir cuentas y poner nuestros actos en los platillos de la balanza.  Toda Cenicienta tiene su medianoche, momento al que conocemos como el día del juicio final, el gran examen de nuestra vida. ¿Están preparadas? ¿Están satisfechas con su propia actuación?

Thomas S. Monson, “Sean un ejemplo”, Liahona, mayo 2005, págs. 112–15

 

Noé predicó el arrepentimiento

“El profeta Noé era un “varón justo… perfecto en sus generaciones”, que “con Dios caminó”.  Habiendo sido ordenado al sacerdocio a temprana edad, “se convirtió en predicador de la rectitud y declaró el Evangelio de Jesucristo… enseñando fe, arrepentimiento, bautismo y la recepción del Espíritu Santo”. Advirtió a la gente que el no prestar atención a su mensaje acarrearía inundaciones sobre los que escucharan su voz y, a pesar de ello, no obedecieron sus palabras.

Noé obedeció el mandato de Dios de construir un arca para que él y su familia se libraran de la destrucción; siguiendo instrucciones de Dios llevó al arca una pareja o más de toda criatura viviente a fin de que también se salvaran de las aguas.

El presidente Spencer W. Kimball (1895–1985) dijo en una conferencia general, hace más de medio siglo: “Y como aún no había evidencias de lluvia ni de diluvio…sus amonestaciones se consideraron irracionales… ¡Qué absurdo construir un arca en tierra seca, mientras el sol brillaba y la vida transcurría normalmente! Pero el tiempo de gracia se acabó… vino el diluvio y los desobedientes… se ahogaron.  El milagro del arca fue el resultado de la fe que se manifestó al construirla”.

Noé tuvo una fe inquebrantable para obedecer los mandamientos de Dios.  Ojalá que siempre hagamos lo mismo.  Recordemos que muchas veces la sabiduría de Dios parece tontería para el hombre; pero la lección más grande que podemos aprender en la tierra es que cuando Él nos habla y le obedecemos, siempre haremos lo correcto.

Thomas S. Monson, “Nos marcaron el camino”, Liahona, octubre de 2007, págs.4–9