Los mormones enseñan, como Jesús enseñó, que cada persona debe ser bautizada. Los mormones no pueden ser bautizados antes de los ocho años, edad suficiente para elegir por sí mismos con el permiso de los padres y para diferenciar el bien del mal. A continuación se presentan las historias del profeta mormón, Thomas S. Monson, sobre los bautismos de otras personas:
Durante el discurso que pronuncié en la conferencia general de octubre de 1975, me sentí inspirado a dirigir mis palabras a una niñita de cabello largo y rubio que se hallaba sentada en la galería de este edificio. Dirigí la atención del público a ella y sentí una libertad de expresión que me testificó que aquella pequeña niña necesitaba el mensaje que yo había preparado con respecto a la fe de otra joven.
Al terminar la sesión, regresé a mi oficina y encontré a una niña de nombre Misti White esperándome, junto con sus abuelos y una tía. Al saludarlos, reconocí a Misti, era la niña de la galería a la que había dirigido mis palabras. Supe entonces que se acercaba su octavo cumpleaños y que tenía dudas en cuanto a si debía o no bautizarse. Ella sentía que quería hacerlo, y también lo deseaban sus abuelos, con quienes vivía, pero la madre, que era menos activa, le sugirió que esperara hasta tener dieciocho años para tomar la decisión. Misti les había dicho a sus abuelos: “Si vamos a la conferencia en Salt Lake City, tal vez el Padre Celestial me haga saber lo que debo hacer”.
Misti, sus abuelos y la tía, habían viajado de California a Salt Lake City para la conferencia y pudieron conseguir asientos en el Tabernáculo para la sesión del sábado por la tarde, donde se hallaban sentados cuando Misti cautivó mi atención y decidí dirigirle a ella mis palabras.
Mientras conversábamos, después de la sesión, su abuela me dijo: “Creo que a Misti le gustaría decirle algo”. La dulce niñita me dijo: “Hermano Monson, cuando usted habló en la conferencia, contestó mi pregunta; ¡y quiero bautizarme!”
La familia regresó a California y Misti se bautizó y la confirmaron miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Desde entonces y a través de los años, se ha mantenido leal y fiel al evangelio de Jesucristo. Hace catorce años, tuve el privilegio de efectuar su casamiento en el templo a un joven excelente, y juntos están criando cinco niños hermosos, con otro en camino.
Thomas S. Monson, “Recuerdos del Tabernáculo”, Liahona, mayo de 2007, págs. 41–42.
La mano invisible del Señor guía los esfuerzos de los que luchan por aprender y vivir la verdad del Evangelio. Cuando era presidente de misión, recibía una carta semanal de cada uno de los misioneros. Una que me complació mucho la recibí de un joven élder que servía en Hamilton. Él y su compañero trabajaban con una amorosa familia, un matrimonio joven con dos hijos pequeños. La pareja pensaba que el mensaje era verdadero y no podían negar su deseo de bautizarse; sin embargo, a la esposa le preocupaban sus padres que vivían lejos en el oeste de Canadá, pensando que los repudiarían a ella y a su esposo por unirse a la Iglesia. Decidió escribir a sus padres en Vancouver; la carta decía más o menos así:
“Queridos mamá y papá:
“Deseo agradecerles con todo el corazón la bondad, la comprensión y las enseñanzas que me dieron en mi juventud. John y yo hemos encontrado una gran verdad: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Hemos estudiado las charlas y nos bautizaremos el próximo sábado por la tarde. Esperamos que ustedes comprendan; de hecho, esperamos que reciban a los misioneros en su hogar, como nosotros los recibimos en el nuestro”.
La carta se selló con una lágrima, se le puso una estampilla y se envió a Vancouver. El mismo día en que se recibió en Vancouver, el matrimonio de Hamilton recibió una carta de los padres de la esposa, que decía:
“Estamos muy lejos de ustedes; de lo contrario les hablaríamos en persona. Deseamos decirles que los misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días han llamado a nuestro hogar y no podemos negar la validez de su mensaje. Hemos puesto como fecha para nuestro bautismo la próxima semana. Esperamos que entiendan y no nos critiquen indebidamente por nuestra decisión. Este Evangelio significa tanto para nosotros y nos ha dado tanta felicidad en nuestra vida, que rogamos que algún día ustedes también deseen aprender más acerca de él”.
¿Se pueden imaginar lo que sucedió cuando la pareja de Hamilton recibió la carta de los padres de la esposa? Les llamaron por teléfono y se derramaron muchas lágrimas de gozo. Estoy seguro de que hubo un abrazo de larga distancia entre todos dado que ambas familias se hacían miembros de la Iglesia.
Como ven, nuestro Padre Celestial sabe quiénes somos: Sus hijos e hijas. Desea damos durante nuestra vida las bendiciones que merecemos, y Él puede hacerlo. Él puede lograr cualquier cosa.
Thomas S. Monson, “Ellos vendrán”, Liahona, julio de 1997, pág. 44.
Robert Gardner describe el día de su bautismo. “Nos internamos como una media legua en el bosque para encontrar un arroyo de la profundidad adecuada. Cortamos un círculo en el hielo de medio metro de espesor. Mi hermano William me bautizó y, sentado en un tronco, a la orilla del arroyo, me confirmaron.
“No puedo describir lo que sentí en ese momento y por bastante tiempo después. Me sentía como un niñito y tenía mucho cuidado de lo que pensaba, decía o hacía porque no quería ofender a mi Padre Celestial. Leer las Escrituras y orar en secreto me ocupaba el tiempo libre. Siempre llevaba conmigo un Nuevo Testamento de bolsillo y cuando un pasaje me parecía que apoyaba al mormonismo, marcaba la página. Pronto tenía casi todas las páginas marcadas y me era difícil encontrar un pasaje determinado. Nunca me costó creer en el Libro de Mormón. Cada vez que lo tomaba en las manos para leerlo, sentía en el pecho un testimonio ardiente de su veracidad”.
Archibald Gardner agregó: “Mi madre aceptó el evangelio de corazón en seguida que lo escuchó. Poco después de haberse convertido a la nueva fe, enfermó gravemente, tanto así que se le desahució. Pero ella insistía en que la bautizaran. Los vecinos decían que si la metíamos en el agua, nos acusarían de asesinato, porque estaban seguros de que moriría. De todas formas, la abrigamos bien y la llevamos dos millas en trineo hasta el lugar designado. Allí cortamos el hielo y la bautizamos en presencia de un grupo de incrédulos que había ido a presenciar su muerte. La llevamos a casa y le preparamos la cama, pero ella dijo: ‘No, no necesito acostarme; estoy muy bien’. Y así era”.
Thomas S. Monson, “Días inolvidables”, Conferencia General de octubre de 1990.
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