Cada miembro de la Iglesia debe contribuir con un diez por ciento de su ingreso, tal como lo manda la Biblia.  Thomas S. Monson comparte algunas historias favoritas de la gente que obedeció el mandamiento, incluso cuando era difícil.

familia mormona“Todos podemos pagar diezmos.  En realidad, ninguno de nosotros puede permitirse no pagarlos.  El Señor fortalecerá nuestra resolución y nos abrirá el camino para cumplirla.

Deseo compartir con ustedes una carta que recibí hace unos meses, la que proporciona un buen ejemplo de ello.  La carta comienza:

“Vivimos en las afueras de un pequeño pueblo; nuestro vecino usa nuestro campo para el pastoreo de su ganado y nos paga con toda la carne que necesitamos para comer.  Cada vez que recibimos carne fresca todavía tenemos algo de la anterior en reserva y puesto que somos miembros de un barrio de estudiantes, les llevamos algo de carne a algunos estudiantes que la podrían usar.

Cuando mi esposa servía en la presidencia de la Sociedad de Socorro, su secretaria era la esposa de un estudiante y madre de ocho hijos.  Su esposo Jack acababa de ser llamado como secretario del barrio.

“Mi esposa siempre oraba para poder saber quiénes entre los estudiantes tenían más necesidad de recibir nuestra carne extra. Cuando me dijo que creía que debíamos darles carne a Jack y a su familia, a mí me preocupó mucho que los ofendiéramos y a ella también.  Ambos estábamos preocupados porque sabíamos que eran una familia muy independiente.

“Pocos días después, mi esposa sintió que debía llevarles carne y yo, no sin vacilación, consentí en acompañarla.  Cuando les entregamos la carme, a mi esposa le temblaban las manos y yo me sentía muy nervioso.  Los niños nos abrieron la puerta y cuando se enteraron a qué íbamos, comenzaron a saltar de alegría.  Los padres se mostraron algo discretos pero muy amigables.  Al regresar a casa, mi esposa y yo nos sentíamos aliviados y contentos de que hubieran aceptado nuestro regalo.

“Meses más tarde, nuestro amigo Jack relató lo siguiente en una reunión de testimonio.  Dijo que durante toda su vida le había resultado difícil tener que pagar los diezmos.  Teniendo una familia tan numerosa, necesitaban todo el dinero que les era posible ganar.  Cuando empezó a trabajar como secretario del barrio, vio que todos los demás pagaban los diezmos y reconoció que también él debía hacerlo.  Así lo hizo durante un par de meses hasta que se le presentó un problema.  En su trabajo le pagaban cada tantos meses y podía percibir que su familia iba a estar corta de fondos.  Él y su esposa decidieron entonces confiar el caso a sus hijos.  Si no los pagaban, tendrían lo suficiente para comer hasta que recibieran su próxima paga.  Jack quería comprar alimentos, pero los niños querían que se pagaran los diezmos.  Por tanto, Jack pagó los diezmos y todos se pusieron a orar.

“Unos días después de haber pagado los diezmos, nosotros les llevamos el paquete de carne, con la cual, además de lo que tenían, solucionaron su problema”.

Thomas S. Monson, “Sé ejemplo de los creyentes”, Liahona, enero de 1997, pág. 49.

Alguien que aprendió bien la lección de la obediencia, que encontró la fuente de la verdad, fue un hombre bondadoso y sincero, de circunstancias y medios modestos.  Se había convertido a la Iglesia en Europa y, con ahorro diligente y con sacrificio, había inmigrado a Norteamérica, una nueva tierra, con un idioma extraño y costumbres diferentes, pero la misma Iglesia bajo el liderazgo del mismo Señor en quien él confiaba y al que obedecía.  Lo llamaron como presidente de rama de un pequeño rebaño de santos que enfrentaba dificultades en una ciudad poco amistosa.  Aunque los miembros eran pocos y las tareas muchas, él aplicó el programa de la Iglesia, dando además a los miembros de la rama un ejemplo verdaderamente cristiano; y ellos le respondieron con un amor raramente visto.

Se ganaba la vida como artesano; sus medios eran limitados, pero siempre pagó un diezmo íntegro y donaba más que eso; comenzó en su rama un fondo misional y había épocas en que durante varios meses seguidos él era el único contribuyente.  Cuando había misioneros en la ciudad, se encargaba de alimentarlos y nunca salieron de su casa sin una buena donación para su obra y para su bienestar personal.  Los miembros de la Iglesia provenientes de localidades distantes que pasaban por la ciudad y visitaban la rama siempre disfrutaban de su hospitalidad y de la calidez de su espíritu, y seguían su viaje sabiendo que habían conocido a un hombre singular, uno de los siervos obedientes del Señor.

…El hecho de que un hombre pobre diera por lo menos el doble de la décima parte al Señor, en forma constante y gozosa, ofrecía una perspectiva más clara del verdadero significado del diezmo.  El verlo ministrar al hambriento y dar refugio al extraño le hacía comprender a uno que él daba lo mismo que hubiera dado al Maestro.  La oportunidad de orar con él y de ser partícipe de su confianza en la intercesión divina era tomar parte en un medio nuevo de comunicación.

Thomas S. Monson, “Cómo hallamos fortaleza por medio de la obediencia”, Liahona, octubre de 2009, pág. 2.

Gustavo Wacker era oriundo de Alemania y hablaba inglés con pronunciado acento.  Jamás compró un auto ni manejó uno.  Tenía el oficio de barbero.  Su máxima satisfacción en el trabajo era tener el privilegio de cortarle el pelo a un misionero; jamás les cobraba; más aún, metía la mano en el bolsillo y daba a los misioneros todo lo que hubiera recibido de propinas ese día.  Si estaba lloviendo, como sucede allí con frecuencia, el presidente Wacker llamaba un taxi para los misioneros, mientras él, al terminar su trabajo, cerraba el negocio y se iba caminando a su casa bajo la lluvia.

Conocí a Gustavo Wacker cuando noté que el diezmo que pagaba excedía en mucho la décima parte de sus posibles entradas.  Escuchó atentamente mis esfuerzos por explicarle que el Señor no requiere más del diez por ciento como diezmo, pero no se convenció; me respondió sencillamente que le encantaba dar al Señor todo lo que podía.  Esto llegaba casi a la mitad de sus ingresos; su buena esposa compartía su manera de pensar, y ambos continuaron este singular pago de diezmos durante su vida laboral.

Thomas S. Monson, “Etiquetas”, Conferencia General de octubre de 1983.