Thomas S. Monson: Profeta, Vidente y ReveladorThomas S. Monson es el presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, cuyos miembros son comúnmente llamados mormones.  En esta página web, hemos abarcado muchas de las cosas que él ha discutido en sus últimos años como apóstol y profeta.  En este artículo vamos a explorar lo que otros han dicho sobre él.

Los apóstoles son llamados a servir a la iglesia por el resto de sus vidas.  Como resultado, ellos se conocen muy bien ya que han trabajado juntos por mucho tiempo. Los siguientes comentarios son de aquellas personas que han servido con él durante años.

Lealtad y amor

Esta cualidad singular de sincera devoción e irrefutable dedicación se aplican tanto a las relaciones personales y familiares del presidente Monson como a sus hábitos de trabajo, si eso es posible.  La lealtad es una palabra que con frecuencia aflora a los labios de aquellas personas que conocen mejor al presidente Monson, quien conserva una arraigada e imperecedera lealtad hacia los amigos de muchos años y que, debido a las prisas de su constante vida agitada, sería natural que no recordara a algunos de ellos, pero sí los recuerda.

Su amigo de toda la vida, Johm Burt, dice: “La forma en que cuidaba a las viudas que vivían en este barrio, que ascendía a 87, es un ejemplo de lealtad y devoción a la gente. Cuanto todos nosotros fuimos relevados como obispos, simplemente continuamos con la próxima tarea, dejando a las viudas al cuidado de nuestros sucesores.  Pero no Tom. De algún modo encontraba el tiempo para ir a visitarlas; él es el hombre más leal que he conocido.  Nunca se olvida de dónde vino, y tampoco de la gente que lo conoció antes de que fuera una persona importante”.

Casi todas aquellas 87 viudas ya han fallecido, pero su “obispo” continuó visitándolas hasta el fin.  Una noche, durante las fiestas navideñas de hace varios años, el presidente Monson hacía sus visitas acostumbradas a “sus” viudas, dejándoles regalo que él había comprado con dinero de su propio bolsillo, además de gallinas preparadas con aderezo que, en aquellos años, él criaba en sus propios gallineros.  En una de las muchas casas de convalecencia de Salt Lake City, con las que estaba tan familiarizado, encontró a una hermana miembro de su barrio, sola y en silencio, en un cuarto obscuro, en un mundo lleno de tinieblas aún más profundas a causa de la ceguera que ella padecía.  Cuando el presidente Monson se acercó al lado de esta hermana, ella levantó los brazos torpemente, en busca de la mano del único visitante que había recibido durante toda la época navideña. “Obispo, ¿es usted?” preguntó ella. “Sí, querida Hattie, soy yo”.”Obispo”, dijo, con lágrimas que le brotaban de  esos ojos ciegos, “sabía que usted vendría”.  Todos sabían que el vendría, y siempre lo hacía.

Jeffrey R. Holland, “Presidente Thomas Monson –  Acabar la carrera, guardar la fe”, Liahona, setiembre de 1994, 16–23.

Quiero decir algunas palabras sobre el presidente Thomas S. Monson.  Hace unos años, fue a una conferencia regional en Hamburgo, Alemania, y tuve el gran honor de acompañarlo.  El presidente Monson tiene una memoria excelente y hablamos sobre muchos de los santos alemanes; me asombró que recordara tan bien a tantos de ellos.

El presidente Monson me preguntó acerca del hermano Michael Panitsch, un ex presidente de estaca que era patriarca y había sido uno de los fieles pioneros de la Iglesia en Alemania. Le dije que el hermano Panitsch estaba gravemente enfermo, confinado a la cama e imposibilitado de asistir a nuestras reuniones.

Él me preguntó si podríamos ir a visitarlo.

Yo sabía que poco antes de su viaje a Hamburgo, el presidente Monson se había sometido a una operación en un pie y que no le era posible caminar sin dolor.  Le expliqué que el hermano Panitsch vivía en el quinto piso de un edificio sin ascensor, y que tendríamos que subir las escaleras para visitarlo.

Pero él insistió, así que fuimos.  Me acuerdo lo difícil que fue para el presidente Monson subir aquellas escaleras; podía subir sólo unos pocos escalones antes de tener que detenerse y descansar.  Nunca dejó escapar una palabra de queja y no quería volver atrás. Debido a que los cielos rasos del edificio eran muy altos, las escaleras parecían interminables; pero el presidente Monson perseveró alegremente hasta que llegamos al apartamento del hermano Panitsch en el quinto piso.

Una vez que llegamos, pasamos un rato muy agradable en la visita.  El presidente Monson le agradeció su vida de servicio dedicado y lo alegró con su sonrisa.  Antes de irnos, le dio una maravillosa bendición del sacerdocio.

Nadie, aparte del hermano Panitsch, su familia y yo, presenció aquel acto de valor y compasión.

El presidente Monson podía haber decidido descansar entre las largas y frecuentes reuniones que tuvimos; podía haber pedido que le mostráramos algunos de los lugares hermosos de Hamburgo.  Muchas veces he pensado en lo extraordinario que fue que, de todo lo que había por verse en esa ciudad, lo que él quiso ver más que ninguna otra cosa fue a un miembro de la Iglesia débil y enfermo que había servido al Señor fiel y humildemente.

El presidente Monson fue a Hamburgo a enseñar y bendecir a la gente de un país, y eso fue lo que hizo.  Pero al mismo tiempo, se concentró en cada una de esas personas.  Su visión es amplia y extensa para captar las complejidades de una Iglesia mundial, y no obstante, es sumamente caritativo para concentrarse en una persona en particular.

Cuando el apóstol Pedro habló de Jesús, que había sido su amigo y maestro, ofreció esa sencilla descripción: “[Él] anduvo haciendo bienes”. Lo mismo se puede decir del hombre que sostenemos hoy como el Profeta de Dios.

Dieter F. Uchtdorf, “La fe de nuestro Padre”, Liahona, mayo de 2008, págs. 68–70, 75

¡Cuán bendecidos somos de ser guiados por un profeta viviente!  Por haberse criado durante la Gran Depresión, el presidente Thomas S. Monson aprendió a prestar servicio a los demás.  A menudo su madre le pedía que llevara comida a los vecinos necesitados, y ella daba alguno que otro trabajo a hombres si hogar a cambio de comidas caseras.  Más tarde, siendo joven obispo, él recibió esta instrucción del presidente J. Reuben Clark: “Sé bondadoso con las viudas y cuida de los pobres” (La enseñanza: El llamamiento más importante, pág. 117). El presidente Monson se encargó de 84 viudas y cuidó de ellas hasta que fallecieron. A lo largo de los años, su servicio a miembros y vecinos de todo el mundo ha sido el sello distintivo de su ministerio.  Estamos agradecidos por tener su ejemplo.

Gracias, presidente Monson.

Robert D. Hales, “Seamos proveedores y providentes temporal y espiritualmente”, Liahona, mayo de 2009, 7–10

Desde que el presidente Thomas S. Monson era niño, sus padres le enseñaron el principio del trabajo por medio del ejemplo; el padre, que era impresor, trabajaba duramente casi todos los días durante largas horas y, cuando estaba en el hogar, no dejaba sus labores para tomarse un merecido descanso sino que continuaba trabajando para prestar servicio a familiares y vecinos por igual.  Su madre también trabajaba continuamente para rendir servicio a cualquier miembro de la familia o amigo que lo necesitara.  Muchas veces, sus padres le pedían que los acompañara o que hiciera algo por alguien, logrando de ese modo que aprendiera por experiencia propia a trabajar en el servicio a los demás.

El presidente Monson aprendió de su padre a trabajar en los negocios y tuvo su primer empleo de tiempo parcial cuando tenía catorce años, trabajando en la imprenta donde su papá era administrador.  Él comenta que, después de los catorce años, no ha habido en su vida muchos días en los que no haya trabajado, aparte de los domingos. “Cuando aprendes desde niño a trabajar, el hábito permanece contigo”, dice.

H. David Burton, “La bendición del trabajo”, Liahona, diciembre de 2009, págs. 37-40.