A Thomas S. Monson, profeta de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, cuyos miembros son a veces llamados mormones, le encanta contar historias, y algunos de sus relatos favoritos son de sus propios ancestros. A continuación se presentan tres historias que ayudaron a dar forma a su vida.
Mis bisabuelos maternos, Gibson y Cecelia Sharp Condie, vivían en Clackmannan, Escocia. Sus familias trabajaban en las minas de carbón. Ellos estaban en paz con el mundo, rodeados de parientes y amigos, y vivían en casas bastante cómodas en una tierra que amaban. Después escucharon el mensaje de los misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y se convirtieron en lo más profundo de su alma. Escucharon el llamado de congregarse en Sión, y supieron que debían responder a él.
Alrededor de 1848, vendieron sus posesiones y se prepararon para la peligrosa travesía a lo largo del gran Océano Atlántico. Con cinco hijos pequeños, abordaron un barco, llevando todas sus posesiones en un pequeño baúl. Recorrieron cuatro mil ochocientos kilómetros durante ocho largas y pesadas semanas sobre un mar traicionero, alertas y anhelosos, con comida de mala calidad, agua insalubre y ninguna otra ayuda más allá de lo largo y lo ancho de aquella pequeña embarcación.
En medio de esa difícil situación, enfermó uno de sus hijitos. No había doctores, ni tiendas donde pudieran comprar medicina para aliviar su sufrimiento. Velaron, oraron, esperaron y lloraron, a medida que la situación del niño se deterioraba con el paso de los días. Cuando finalmente la muerte le cerró los ojos, los padres quedaron con el corazón desgarrado. Lo que incrementó su angustia fue que las leyes del mar se debían obedecer. El pequeño cuerpo, envuelto en una lona con pesas de hierro, quedó consignado a una sepultura en el mar. Al alejarse en el barco, sólo aquellos padres supieron el enorme dolor que llevaban en su herido corazón. Sin embargo, con una fe nacida de su profunda convicción de la verdad y de su amor por el Señor, Gibson y Cecelia perseveraron. Encontraron consuelo en las palabras del Señor: “…en el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”.
¡Cuán agradecido estoy por antepasados que tuvieron la fe para dejar su hogar y trasladarse a Sión, que hicieron sacrificios que apenas me puedo imaginar! Le doy gracias a mi Padre Celestial por el ejemplo de fe, valor y determinación que Gibson y Cecelia Sharp Condie nos brindaron a mí y a toda su posteridad.
Thomas S. Monson, “Sed de buen ánimo”, Conferencia General de abril de 2010.
El padre de mi madre, el abuelo Thomas Condie, me enseñó también una impactante lección que incluía también al anciano Bob, que llegó a nuestra vida de una forma interesante. Era viudo y tenía más de ochenta años cuando iban a demoler la casa en la que alquilaba un cuarto. Yo lo escuché contarle a mi abuelo su triste situación mientras estábamos los tres sentados en el viejo columpio del porche de mi abuelo. Con voz desconsolada, le dijo a mi abuelo: “Señor Condie, no sé qué hacer; no tengo familia ni adónde ir, y tengo muy poco dinero”, y yo me pregunté qué le contestaría el abuelo.
Seguimos columpiándonos y el abuelo metió la mano en el bolsillo y sacó una vieja billetera de cuero, de la cual, en respuesta a mis insaciables ruegos, había sacado monedas varias veces para que me comprara alguna golosina. Pero en esa ocasión sacó una llave y se la entregó al anciano Bob.
Con ternura dijo: “Bob, aquí tienes la llave de la casa contigua, que es mía. Tómala y traslada allí tus cosas. Quédate todo el tiempo que quieras. No tienes que pagar alquiler
ni nadie te va a dejar en la calle otra vez”.
Bob se emocionó y las lágrimas le corrieron por las mejillas y se perdieron en su larga barba blanca. El abuelo también se emocionó. Yo no dije palabra, pero ese día la estima que tenía por mi abuelo creció enormemente y me sentí orgulloso de tener su mismo nombre. Aunque era sólo un niño, esa lección ha tenido una poderosa influencia en mi vida.
Thomas S. Monson, “Ejemplos de grandes maestros”, Liahona, junio de 2007, págs. 74-80
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