Thomas S. Monson, el profeta de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, cuyos miembros son a veces llamados mormones, es conocido por su compasión y servicio. La bondad, la cortesía y el aliento son los rasgos distintivos de sus discursos a los miembros. A continuación algunos de sus pensamientos e historias sobre el uso de palabras para elevar y servir a los demás.
Primero, ser un ejemplo en palabra. “…tiendan vuestras palabras a edificaros unos a otros”, dijo el Señor. 12.
¿Nos acordamos del consejo de un conocido himno de la Escuela Dominical?:
Nuestros tiernos acentos se recordarán;
darán a las almas solaz.
Oh, hablemos con tiernos acentos
palabras de gozo y paz.
Consideremos lo que dijo Mary Boyson Wall, que en 1913 se casó con Don Harvey Wall en el Templo de Salt Lake. Poco antes de fallecer él a los 103 años, precediendo a la muerte de ella, celebraron su aniversario de ochenta y un años de casados. En un artículo que salió en el semanario Church News, ella atribuyó su longevidad y la duración de su matrimonio al hecho de hablarse con bondad. Ella dijo: “Creo que eso contribuyó, porque tratábamos de ayudarnos mutuamente y de no hablarnos de mala manera”.
Thomas S. Monson, “El plano del maestro”, Liahona, enero de 2006, págs. 2–7.
Las tensiones vienen a nuestra vida no importa cuáles sean las circunstancias; debemos sobrellevarlas lo mejor que podamos, pero no debemos permitir que se interpongan entre lo que es más importante, y lo que es más importante casi siempre se relaciona con las personas a nuestro alrededor. Con frecuencia suponemos que ellos deben saber cuánto los queremos; pero nunca debemos suponerlo; debemos hacérselo saber. William Shakespeare, escribió: “Quienes no muestran su amor, no aman”. Nunca nos lamentaremos por las palabras de bondad que digamos ni el afecto que demostremos; más bien, nos lamentaremos si omitimos esas cosas en nuestra interacción con aquellos que son los que más nos importan.
Envíen esa nota al amigo que han descuidado; abracen a su hijo; abracen a sus padres; digan “te quiero” con más frecuencia; siempre den las gracias. Nunca permitan que el problema que se tenga que resolver llegue a ser más importante que la persona a la que se tenga que amar. Los amigos se mudan, los hijos crecen, las personas que amamos fallecen. Es tan fácil dar las cosas por sentado, hasta el día en que ellos se van de nuestras vida y nos quedamos con estos sentimientos: “qué hubiera pasado si” o “si sólo”. La autora Harriett Beecher Stowe dijo: “Las lágrimas amargas que se derraman sobre la tumba son por palabras que no se dijeron y cosas que no se hicieron”.
Thomas S. Monson, “Encontrar gozo en el trayecto”, Liahona, noviembre de 2008, págs. 84–87.
“No hay forma de saber cuándo tendremos el privilegio de tender la mano a alguien que necesite ayuda. El camino a Jericó por el que cada uno viaja carece de nombre, y el viajero cansado que necesita nuestra ayuda puede ser alguien desconocido.
El autor de una carta que se recibió en las Oficinas Generales de la Iglesia tiempo atrás expresó una gratitud genuina. La carta no tenía remitente pero el matasellos era de Portland, Oregón:
“Para la Oficina de la Primera Presidencia:
“En Salt Lake City se me mostró hospitalidad cristiana en una ocasión durante los años en que anduve errante.
“Durante un viaje en autobús a California, me bajé en la terminal de Salt Lake City, enfermo y tembloroso debido a la falta de sueño que me producía la carencia del medicamento que necesitaba. A causa de un vuelo precipitado motivado por una circunstancia difícil en Boston, se me habían olvidado las medicinas.
“Me senté entristecido en el restaurante del Hotel Temple Square, y de reojo me fijé en una pareja que se acercaba a mi mesa. ‘¿Se encuentra bien, joven?’, preguntó la mujer. Me incorporé y, sollozando y un poco tembloroso, les hablé de mi situación y del apuro en que me hallaba. Ellos escucharon con atención y paciencia mis casi incoherentes divagaciones y pasaron a hacerse cargo de la situación. Hablaron con el encargado del restaurante y me dijeron que podía comer lo que quisiera durante cinco días. Luego me llevaron a la recepción del hotel y me consiguieron habitación para cinco días. Después me llevaron a una clínica y se aseguraron de que me dieran los medicamentos que necesitaba. Éste fue verdaderamente mi salvavidas para la cordura y el consuelo.
“Mientras me recuperaba y edificaba mi fortaleza, tomé la decisión de asistir cada día a los recitales de órgano del Tabernáculo. Los tonos celestiales del instrumento, desde los sonidos casi imperceptibles hasta los más graves, constituyen la sonoridad más sublime que conozco. He comprado discos y casetes del órgano y del Coro del Tabernáculo, los cuales escucho para aliviar y vigorizar mi decaído espíritu.
“El último día de mi estancia en el hotel, antes de continuar mi viaje, devolví la llave y me dieron un mensaje de aquella pareja: ‘Páguenos siendo amable con otra alma atribulada que se encuentre por el camino’. Ésa era mi costumbre, pero tomé la determinación de ser más esmerado en la búsqueda de alguien que necesitara ánimo en la vida.
“Espero que les vaya bien. No sé si éstos son los ‘últimos días’ de los que se habla en las Escrituras, pero sí sé que dos miembros de su iglesia fueron santos para conmigo en mis desesperadas horas de necesidad. Creí que les gustaría saberlo”.
Qué gran ejemplo de compasión
Thomas S. Monson, “El don de la compasión” Liahona, marzo de 2007, págs. 4–10
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