Thomas S. Monson: Profeta, Vidente y ReveladorThomas S. Monson, el profeta mormón, quiere mucho a los adolescentes.  A menudo narra historias que nos muestran que los adolescentes son maravillosos, a pesar de los esfuerzos frecuentes de la prensa por demostrar lo contrario.  También le gusta mostrar a los adultos cómo los jóvenes pueden ser influidos por las experiencias edificantes y los sabios líderes.  A continuación se presentan algunas de sus historias sobre los adolescentes.

Un servicio sin asignar

(Nota: El sacerdocio mormón para los varones comienza a los doce años.  El sacerdote presbítero, que se menciona aquí, no es como un sacerdote católico. Más bien, se trata de un nivel de sacerdocio que un hombre joven puede alcanzar a los dieciséis años de edad.  Un deber de estos sacerdotes adolescentes es decir una oración para bendecir el pan y el agua sacramental (similar a la comunión).  El joven de esta historia tendría muy probablemente dieciséis o diecisiete años de edad).

Albert Schweitzer, el notable teólogo y médico misionero, declaró: “No sé cuál será su destino, pero una cosa sí sé: los únicos entre ustedes que serán realmente felices son aquellos que han buscado y han encontrado la manera de servir”.

Fui testigo de un acto de servicio un domingo que asistí a la reunión sacramental de una pequeña rama conformada por pacientes de un asilo de ancianos.  La mayoría de miembros eran personas de edad avanzada y en cierta medida incapacitadas.  Durante la reunión, una hermana dijo en voz alta, “¡Tengo frío! ¡Tengo frío!”  Sin dudarlo un instante, uno de los presbíteros que se encontraba en la mesa sacramental se levantó y se acercó a esta hermana, se quitó su propia chaqueta, la colocó sobre sus hombros, y luego regresó a sus funciones en la mesa sacramental.

Después de la reunión, este joven se acercó y me pidió disculpas por haber bendecido el sacramento sin su chaqueta.  Con tranquilidad, le dije que nunca había estado más apropiadamente vestido que ese día en el que una apreciada viuda estaba acongojada por el frío y él le proporcionó el calor que necesitaba al colocar su chaqueta sobre sus hombros. ¿Un simple acto de bondad? Sí, pero mucho más que eso: un verdadero amor y preocupación por los demás.

Thomas S. Monson, “Three Gates Only You Can Open,” New Era, agosto de 2008, págs. 2–6

Proyectos de servicio

Mi mensaje a los hombres y mujeres jóvenes de la Iglesia es comenzar ahora a aprender en su juventud el gozo del servicio en la causa del Maestro.

Poco después del día de Acción de Gracias hace algunos años, recibí la carta de una viuda a quien yo había conocido en la estaca en que serví en la presidencia.  Ella acababa de regresar de una cena patrocinada por su obispado.  Sus palabras reflejan la paz que sentía y la gratitud que llenaba su corazón:

“Querido Presidente Monson,

“Estoy viviendo ahora en Bountiful.  Extraño a la gente de nuestra antigua estaca, pero déjeme contarle la maravillosa experiencia que he tenido.  A principios de noviembre todas las viudas y las personas de edad recibimos una invitación para ir a una cena.  Nos dijeron que no nos preocupáramos por el transporte ya que estaría a cargo de los jóvenes mayores del barrio.

“A la hora señalada, un joven muy agradable tocó el timbre y me llevó junto a otra hermana al centro de estaca.  Detuvo el auto, y otros dos jóvenes caminaron con nosotros hasta la capilla.  Desde allí un grupo de mujeres jóvenes nos llevó a un lugar en el que dejamos nuestros abrigos, y después al salón cultural, donde nos sentamos y esperamos durante unos minutos. Luego nos llevaron a las mesas, donde un hombre o una mujer joven nos indicaban nuestro asiento.  Después nos sirvieron una hermosa cena por Acción de Gracias y luego nos ofrecieron un programa de elección.

“Después del programa nos dieron un postre, ya sea pastel de manzana o de calabaza.  Entonces nos regresamos, pero al salir nos dieron una bolsa de plástico que contenía un pavo en tajadas y dos rollos.  Finalmente los hombres jóvenes nos llevaron a casa.  Fue una noche agradable y encantadora.  La mayoría de nosotros derramó una lágrima por el amor y el respeto que nos mostraron.

“Presidente Monson, cuando las personas jóvenes tratan a los demás como estos jóvenes lo hicieron, siento que la Iglesia está en buenas manos”.

Reflexioné sobre mi relación con esta adorable viuda, ahora envejecida pero siempre sirviendo al Señor.  Vino a la mente las palabras de la epístola de Santiago: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es ésta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27).

Añado mi propio elogio: Dios bendiga a los líderes, los jóvenes y las mujeres jóvenes que desinteresadamente traen tanta alegría a las personas solitarias y esa paz para sus almas.  A través de su experiencia, ellos han aprendido el significado del servicio y sintieron la cercanía del Señor.

Thomas S. Monson, “The Joy of Service,” New Era, octubre de 2009, pág. 2–6

 

Cambiando los corazones a través del ejemplo

Una amiga me contó una experiencia que tuvo hace muchos años cuando era una adolescente.  En su barrio había una jovencita que se llamaba Sandra, quien había sufrido una lesión al nacer, lo que le ocasionó cierta forma de discapacidad mental.  Sandra anhelaba ser parte del grupo con las otras muchachas, pero lucía discapacitada y actuaba como discapacitada; la ropa nunca le quedaba a la medida; a veces hacía comentarios imprudentes.  Aunque Sandra asistía a las actividades de la Mutual, la maestra era siempre la que tenía que acompañarla y tratar de hacerla sentir bienvenida y valorada, pues las jóvenes no lo hacían.

Entonces ocurrió algo: una nueva jovencita de la misma edad se mudó al barrio.  Nancy era una muchacha agradable, pelirroja, segura de sí misma y popular que se integraba fácilmente.  Todas las jóvenes querían ser sus amigas, pero Nancy no limitaba sus amistades.  De hecho, se esforzó por ser amiga de Sandra y asegurarse de que se la incluyera en todo.  A Nancy parecía agradarle Sandra de verdad.

Naturalmente, las demás muchachas lo notaron y empezaron a preguntarse por qué nunca habían procurado la amistad de Sandra; ahora, eso no sólo parecía ser aceptable, sino deseable.  Con el tiempo, empezaron a darse cuenta de lo que Nancy les estaba enseñando con su ejemplo: que Sandra era una valiosa hija de nuestro Padre Celestial, que tenía algo que aportar y que merecía que se le tratara con amor, bondad y una actitud positiva.

Un año después, cuando Nancy y su familia se mudaron del vecindario, Sandra era integrante permanente del grupo de jovencitas.  Mi amiga dijo que, desde entonces, ella y las otras jóvenes se aseguraron de que a nadie se le excluyera, sin importar lo que la hiciera ser diferente.  Habían aprendido una lección eterna y valiosa.

Thomas S. Monson, “Tengan valor”, Liahona, mayo de 2009, págs. 123–27

 

Servicio anónimo

En la República Democrática Alemana tuve oportunidad de reunirme con un puñado de miembros en un pequeño cementerio.  Fue en una noche obscura, en el marco de una fría llovizna que había estado cayendo durante todo el día.  Estábamos allí reunidos ante el sepulcro de un misionero que muchos años atrás había muerto mientras cumplía una misión para el Señor.  La ocasión se vio engalanada por el más respetuoso silencio.  Gracias a la luz de una linterna que iluminaba la lápida, pude leer la siguiente inscripción:

En memoria del misionero de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días

Joseph A. Ott

Nació el 12 de diciembre de 1870 en Virgen City, Utah

Murió el 10 de enero de 1896 en Dresde

Dedicado por sus hermanos en la fe

Entonces me di cuenta de que este sepulcro era diferente a los demás del cementerio.  La lápida de mármol estaba pulida, no había malezas en el césped cuyos bordes estaban inmaculadamente cortados, y también había flores que hablaban a las claras de un cuidado muy especial.  Pregunté quién había arreglado el lugar, mas lo único que obtuve como respuesta fue un pronunciado silencio.

Por fin un diácono de doce años indicó que había querido hacer tal obra sin que se lo pidieran ni sus padres ni sus líderes.  Dijo que sólo quería hacer algo por un misionero que dio su vida mientras estaba en el servicio del Señor.  Le agradecí, y luego pedí a todos los que estaban presentes que salvaguardarán ese secreto, para que su dádiva pudiera permanecer anónima

Thomas S. Monson, “No lo digas a nadie”, Liahona, diciembre de 1989, pág. 2.