Thomas S. Monson disfruta compartiendo historias de su propia vida y de las vidas de las personas valientes en todo el mundo.  Él a menudo cuenta historias de la guerra, que saca lo mejor y lo peor de las personas, y abre las puertas al valor increíble y al servicio.  A continuación, se presenta algunas historias que él ha compartido cuando ha pronunciado discursos alrededor del mundo:

Batallón perdido

Recordé entonces que había leído la historia del “batallón perdido”, una unidad de la Septuagésima Séptima División de Infantería de la Primera Guerra Mundial.  Durante una parte de la guerra, el batallón entero se vio rodeado por el enemigo; los alimentos y el agua habían empezado a escasear y no se podía evacuar a las víctimas.  El tenaz batallón había resistido repetidos ataques, haciendo caso omiso de las peticiones del enemigo de que se rindieran.  Después de ese desesperado período de aislamiento total, otras unidades de la misma división avanzaron y ayudaron al «batallón perdido».

Los reporteros indicaban que las fuerzas de relevo parecían estar resueltas a rescatar a sus camaradas, motivados por una cruzada de amor.  Los guerreros estaban más prestos a ayudar voluntariamente, más dispuestos a luchar con denodado heroísmo y a morir con mayor valentía.

En mi mente resaltó un fragmento del inmortal sermón pronunciado en el Monte de los Olivos: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13.)

Hoy ya casi han quedado en el olvido la historia del “batallón perdido” y el terrible precio que se pagó por su rescate, pero es mucho lo que podemos aprender de ello.  ¿Existen batallones perdidos en la actualidad – gente que se siente aislada de su prójimo? Si es así, ¿qué responsabilidad tenemos de rescatarlos?

Existen los “batallones perdidos” de aquellos que tienen impedimentos físicos, de los ancianos, las viudas y los enfermos.  Muy a menudo estas personas se encuentran en los desolados y abrasadores desiertos de la soledad.  Cuando se desvanece la juventud, la salud se menoscaba; cuando disminuye el vigor y se va apagando la luz de la esperanza, los miembros de estos enormes “batallones perdidos” pueden recibir el apoyo y socorro de una mano amiga, de ese alguien que se preocupa por su prójimo.

Thomas S. Monson, “Batallones perdidos”, Liahona, setiembre de 1987, pág. 3

Misericordia en la batalla

La crueldad de la Guerra crea odio e indiferencia hacia la vida humana, y siempre ha sido así.  No obstante, en medio de esa degradación, a veces brilla la luz inextinguible de la misericordia.

En los documentales de televisión, que mostraron en conmemoración del quincuagésimo aniversario de la invasión de Normandía durante la Segunda Guerra Mundial, se ilustró gráficamente la terrible pérdida de vidas que tuvo lugar y se contaron algunas historias conmovedoras de los soldados.  Recuerdo en particular los comentarios de un soldado de infantería estadounidense, quien contó que, después de un día de feroz batalla, al mirar hacia arriba desde la trinchera en que se hallaba, vio a un soldado enemigo que le apuntaba con el arma directamente al corazón.  El soldado estadounidense dijo “Pensé que pronto cruzaría ese puente de la muerte que lleva a la eternidad.  Pero increíblemente, mi enemigo me dijo en inglés chapurreado: Soldado, ¡la guerra ha terminado para ti! Luego de lo cual me tomó prisionero, salvándome así la vida.  Jamás voy a olvidar esa canción misericordiosa.

En un conflicto bélico de otra época, la Guerra Civil de los Estados Unidos, otro relato documentado en la historia ilustra el valor unido a la misericordia.

Del 11 al 13 de diciembre de 1862, las fuerzas de la Unión atacaron Marye’s Heights, un gran cerro que se elevaba sobre el pueblo de Fredericksburg, Virginia, donde seis mil sureños les esperaban.  Las tropas de éstos estaban en una posición de defensa segura, detrás de un muro de piedra que rodeaba la base del cerro; además, se hallaban formadas en cuatro hileras de hombres, una de detrás de la otra, en un camino hundido que había detrás del muro, ocultos del ejército de la Unión.

Los soldados de la Unión, que sumaban más de cuarenta mil, llevaron a cabo una serie de ataques suicidas a campo abierto, y fueron barridos por pesadas descargas de artillería; ninguno pudo acercarse a más de cuarenta metros de distancia de la muralla de piedra.

En poco tiempo, el terreno estaba cubierto de cientos, y después de miles, de soldados de la Unión, con sus uniformes azules, y antes de ponerse el sol, habían caído más de doce mil.  Los heridos yacieron allí toda aquella helada y terrible noche, gimiendo y pidiendo socorro.

Al día siguiente, un domingo, amaneció frío y con niebla.  Los quejidos de dolor de los heridos todavía se escuchaban al levantarse la niebla matinal.  Al fin un joven soldado, confederado de diecinueve años, cuyo nombre era Richard Rowland Kirkland y que tenía el grado de sargento, ya no pudo soportar más, y se acercó al comandante y le dijo: “¡Toda la noche y todo el día he oído a esos infortunados hombres suplicando que les den agua! ¡Es demasiado, ya no puedo resistir más!  Le pido permiso para ir a darles de beber”.  Al principio, se le negó la solicitud por el peligro que podía correr, pero por fin se lo permitieron.  Poco después, miles de hombres asombrados, de ambos ejércitos, vieron al joven soldado, llevando colgadas al cuello varias cantimploras, trepar el cerco y aproximarse al herido de la Unión que estaba más cerca: le levantó la cabeza suavemente, le dio de beber y luego lo cubrió con su propia chaqueta; después, se acercó a otro; y a otro, y a otro más.  Al darse cuenta los heridos de lo que Kirkland estaba haciendo, por todo el campo empezaron a elevarse los gemidos de “¡Agua, agua! ¡Por amor de Dios, deme agua!

Al principio, los soldados de la Unión quedaron tan sorprendidos que no atinaron a disparar; pero, al darse cuenta de lo que pasaba comenzaron a darle voces de aliento, el sargento Kirkland continuó su labor misericordiosa.

Trágicamente, Richard Kirkland perdió la vida unos meses más tarde, en la batalla de Chicamauga.  Sus últimas palabras a sus compañeros fueron: “¡Sálvense ustedes! Y díganle a mi padre que he muerto con rectitud”

La compasión cristiana que él demostró ha hecho que su nombre sea un sinónimo de misericordia entre las generaciones posteriores a la Guerra Civil, tanto en las del Sur como en las del Norte.  Los soldados de ambos bandos lo conocían como “el ángel de Marye’s Heights”.  Su abnegado acto de misericordia se ha conmemorado con un monumento de bronce que se erige enfrente del cerco de piedra, en Fredericksburg, en el que aparece el sargento Kirkland levantándole la cabeza a un soldado de la Unión para darle a beber agua fresca.  En la Iglesia Episcopal de Gettysburg, estado de Pennsylvania, hay una placa en su honor en la que se ha captad, con sencilla elocuencia, la misión de misericordia del joven soldado.  Dice en la placa: “Héroe de benevolencia que, a riesgo de su propia vida, dio de beber al enemigo en Fredericksburg

Thomas S. Monson, “Misericorida, un don divino”, Liahona, Julio de 1995, pág. 60

Vietnam

En la década de los años 60, durante la guerra de Vietnam, un miembro de la Iglesia, Jay Hess, que era aviador, fue derribado en el norte de Vietnam.  Durante dos años su familia no tenía idea si estaba vivo o muerto.  Los que le capturaron en Hanoi finalmente le permitieron escribir a casa, pero debía limitar su mensaje a 25 palabras. ¿Qué diríamos ustedes y yo a nuestra familia si estuviésemos en la misma situación— si no la hubiésemos visto durante más de dos años y sin saber si la veríamos otra vez?  Con el deseo de mandar algo que su familia reconociera que provenía de él y también con el deseo de darles consejo valioso, el hermano Hess escribió lo siguiente: “Estas cosas son importantes: el matrimonio en el templo, la misión, la universidad.  Sigan adelante, establezcan metas, escriban historia, tomen fotos dos veces al año”.

Saboreemos la vida al vivirla, encontremos gozo en el trayecto y compartamos nuestro amor con amigos y familiares.  Algún día, cada uno de nosotros se quedará sin mañanas.

Thomas S. Monson, “Encontrar gozo en el trayecto”, Liahona, noviembre de 2008, págs. 84–87