Los mormones son completamente partidarios de la educación tanto secular como religiosa. Ellos animan a las personas a adquirir toda la educación que puedan, no solo en la infancia, sino durante toda la vida. Ya sea que la educación sea formal o informal, el maestro tiene un rol valioso en la sociedad de la Iglesia. A continuación, algunos pensamientos del presidente Thomas S. Monson sobre el maestro, y algunas memorias de los maestros que él ha conocido.
La Iglesia siempre ha tenido particular interés en la educación pública y exhorta a sus miembros a participar en cualquier actividad que tenga como fin mejorar la educación de nuestros niños y jóvenes.
No hay nadie más importante en la enseñanza pública que el maestro que tiene la oportunidad de amar, enseñar e inspirar a los niños y jóvenes, deseosos de aprender. El presidente David O. McKay dijo: “El magisterio es la profesión más noble del mundo. La estabilidad y la pureza del hogar, así como la seguridad y permanencia de una nación dependen de la educación apropiada de nuestros niños y jóvenes. Los padres dan al niño la vida; el maestro lo capacita para vivirla bien” (David O. McKay, Gospel Ideáis, Salt Lake City: Improvement Era, 1953, pág. 436). Confío en que reconozcamos su importancia y su misión vital, proveyéndoles las condiciones apropiadas para su labor, los mejores libros y sueldos que demuestren la gratitud y confianza que nos inspiran.
Todos recordamos con afecto a los maestros de nuestra niñez y juventud. Siempre me pareció gracioso que mi maestra de música fuera la señorita Bemoles. Tenía la habilidad de inculcar en sus alumnos el amor a la música y nos enseñó a reconocer los instrumentos por el sonido. Recuerdo muy bien la influencia de Ruth Crow, nuestra maestra de higiene. Aunque eran los días de la depresión económica, ella se ocupó de que todos los alumnos del sexto grado tuviéramos una gráfica del cuidado dental; personalmente se ocupaba de que todos tuviéramos la atención odontológica apropiada, ya fuera de origen privado o público. Cuando la señorita Burkhaus, que nos enseñaba geografía, nos mostraba los mapas del mundo y nos señalaba las capitales de las naciones, con los aspectos distintivos de cada país y sus rasgos idiomáticos y culturales, ni siquiera me imaginaba que algún día conocería yo esos lugares y esos pueblos.
Es vital la importancia de estos maestros, que elevan a nuestros niños, les agudizan el intelecto y los motivan a progresar.
Thomas S. Monson, “Nuestros queridos niños son un regalo de Dios”, Liahona, enero de 1992, pág. 76.
El maestro no solamente modela las expectativas y ambiciones de sus discípulos, sino que influye en las actitudes de ellos hacia el futuro y hacia sí mismos. Si el maestro los quiere y espera de sus alumnos lo mejor, la confianza que éstos tengan en sí mismos aumentará, sus aptitudes se desarrollarán y su futuro quedará asegurado. Se podría decir en tributo a tal maestro: “Creó en el aula una atmósfera donde se entretejían mágicamente la amabilidad y la aceptación; donde se aseguraron el progreso y la enseñanza, la amplitud de la imaginación y el espíritu de los jóvenes”.
Thomas S. Monson, “Una actitud agradecida,” Liahona, julio de 1992, pág. 64
De pequeño, tuve la experiencia de contar con la influencia de una maestra eficaz e inspirada que nos escuchaba y nos quería. Se llamaba Lucy Gertsch. En la clase de la Escuela Dominical, ella nos enseñaba acerca de la creación del mundo, de la caída de Adán y del sacrificio expiatorio de Jesús. Traía a nuestro salón de clases como invitados de honor a Moisés, Josué, Pedro, Tomás, Pablo y, claro está, a Cristo; y, aunque no los veíamos, aprendimos a amarlos, a honrarlos y a emularlos.
Nunca fue su enseñanza tan dinámica ni su impacto tan perdurable como el de un domingo por la mañana en el que nos dijo con tristeza del fallecimiento de la madre de uno de nuestros compañeros. Esa mañana habíamos echado de menos a Billy, pero ignorábamos la razón de su ausencia.
El tema de la lección era: “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35). En medio de la lección, nuestra maestra cerró el manual y nos abrió los ojos, los oídos y el corazón a la gloria de Dios. Nos preguntó: “¿Cuánto dinero tenemos en nuestro fondo para actividades de la clase?”.
El tiempo de la Gran Depresión económica causó que respondiéramos con orgullo: “Cuatro dólares y setenta y cinco centavos”.
Entonces, dulcemente nos sugirió: “La familia de Billy se halla acongojada y en apuros económicos. ¿Qué les parece la idea de ir esta mañana a visitarlos y llevarles el dinero de ese fondo?”
Siempre recordaré el grupito que recorrió las tres calles hasta la casa de Billy, que saludó a su compañero, al hermano de él, sus hermanas y su padre. Se notaba la ausencia de la madre y atesoraré el recuerdo de las lágrimas que brillaron en los ojos de todos cuando el sobre blanco que contenía el valioso fondo de actividades pasó de la delicada mano de la maestra a la necesitada mano del desolado padre.
Entonces regresamos a la capilla con el corazón más liviano que nunca; nuestro gozo era más completo, nuestro entendimiento más profundo. Una maestra inspirada por Dios había enseñado a los niños de su clase una lección eterna de verdad divina: “Más bienaventurado es dar que recibir”.
Podríamos haber parafraseado muy bien las palabras de los discípulos que iban camino a Emaús: “¿no ardía nuestro corazón en nosotros, mientras…[ella] nos abría las Escrituras?” (Lucas 24:32).
Lucy Gertsch conocía a cada uno de sus alumnos, e indefectiblemente llamaba a los que faltaban el domingo o que no asistían con regularidad; sabíamos que se preocupaba por nosotros. Ninguno de nosotros la ha olvidado, ni a ella ni las lecciones que enseñó.
Muchos años después, cuando Lucy se encontraba cerca del fin de sus días, la fui a ver y recordamos esos días tan lejanos en los que ella había sido nuestra maestra. Hablamos de todos los alumnos de su clase y de lo que cada uno de ellos hacía en ese entonces. Su cariño y cuidado perduraron toda una vida.
Thomas S. Monson, “Ejemplos de grandes maestros”, Liahona, junio de 2007, págs.106-12.
Con frecuencia no se habla de la influencia tan profunda que una persona tiene en la vida de otras personas y en ocasiones es poco lo que se conoce de ella. Tal fue el caso de la maestra de un grupo de jovencitas de doce años de la clase de Abejitas de la Mutual. No tuvo hijos propios, aunque ése era su mayor anhelo y el de su esposo, si bien demostró su amor por medio de la gran devoción con que enseñó las verdades eternas y las lecciones de la vida a esas jovencitas. Sin embargo le sobrevino una enfermedad y falleció. Tenía sólo 27 años.
Cada año, el día de los muertos, las alumnas iban a visitar la tumba de su querida maestra. Al principio eran siete, después cuatro, luego dos, y finalmente sólo una continuaba las visitas anuales y colocaba allí un ramo de lirios como símbolo de su corazón agradecido. Más tarde esta última alumna también llegó a ser maestra de jovencitas y no me maravilla el porqué de su éxito, ya que es la imagen de la maestra en quien se inspiró. La vida de aquella maestra, las lecciones que enseñó, no están enterradas en la tumba, sino que viven en los caracteres que ayudó a esculpir y en las vidas que sin egoísmo enriqueció. Nos recuerda a otro gran Maestro, el Señor, que en una ocasión escribió con el dedo un mensaje en la arena. Los vientos borraron para siempre lo escrito, pero no la vida que Él vivió.
“Todo lo que sabemos acerca de aquellos a quienes hemos amado y perdido”, escribió Thorriton Wilder, “es que desearían que recordásemos intensamente la realidad de su existencia… El mayor tributo que podemos dar a los muertos no es el luto, sino la gratitud”.
Thomas S. Monson, “Ha resucitado”, Liahona, abril de 2003, págs. 2-7.
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