oracion-mormonaLos mormones enseñan que cada persona tiene derecho a la revelación personal y a recibir respuestas a sus oraciones.  En las siguientes historias, el Presidente Monson, quien es el presidente y el profeta de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (a veces conocida como los mormones), comparte relatos sobre sus experiencias con la inspiración.

Durante el discurso que pronuncié en la conferencia general de octubre de 1975, me sentí inspirado a dirigir mis palabras a una niñita de cabello largo y rubio que se hallaba sentada en la galería de este edificio.  Dirigí la atención del público a ella y sentí una libertad de expresión que me testificó que aquella pequeña niña necesitaba el mensaje que yo había preparado con respecto a la fe de otra joven.

Al terminar la sesión, regresé a mi oficina y encontré a una niña de nombre Misti White esperándome, junto con sus abuelos y una tía.  Al saludarlos, reconocí a Misti, era la niña de la galería a la que había dirigido mis palabras.  Supe entonces que se acercaba su octavo cumpleaños y que tenía dudas en cuanto a si debía o no bautizarse.  Ella sentía que quería hacerlo, y también lo deseaban sus abuelos, con quienes vivía, pero la madre, que era menos activa, le sugirió que esperara hasta tener dieciocho años para tomar la decisión.  Misti les había dicho a sus abuelos: “Si vamos a la conferencia en Salt Lake City, tal vez el Padre Celestial me haga saber lo que debo hacer”.

Misti, sus abuelos y la tía, habían viajado de California a Salt Lake City Para la conferencia y pudieron conseguir asientos en el Tabernáculo para la sesión del sábado por la tarde, donde se hallaban sentados cuando Misti cautivó mi atención y decidí dirigirle a ella mis palabras.

Mientras conversábamos, después de la sesión, su abuela me dijo: “Creo que a Misti le gustaría decirle algo”.  La dulce niñita me dijo: “Hermano Monson, cuando usted habló en la conferencia, contestó mi pregunta; ¡y quiero bautizarme!”

La familia regresó a California y Misti se bautizó y la confirmaron miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.  Desde entonces y a través de los años, se ha mantenido leal y fiel al evangelio de Jesucristo.  Hace catorce años, tuve el privilegio de efectuar su casamiento en el templo a un joven excelente, y juntos están criando cinco niños hermosos, con otro en camino.

Thomas S. Monson, “Recuerdos del Tabernáculo”, Liahona, mayo de 2007, págs. 41-42

En abril del año 2000, recibí ese tipo de ayuda.  Había recibido una llamada telefónica de Rosa Salas Gifford, a quien no conocía.  Me explicó que sus padres habían venido de visita de Costa Rica por unos meses, y que justo una semana antes de que ella me llamara, a su padre, Bernardo Augusto Salas, le habían diagnosticado cáncer del hígado.  Me indicó que los doctores le habían informado a la familia que el padre sólo iba a vivir unos días más.  El gran deseo de su padre, me explicó, era conocerme antes de morir.  Me dio su dirección y me preguntó si yo podría ir a su casa, en Salt Lake City, para conversar con su padre.

Debido a las reuniones y a las obligaciones, era bastante tarde cuando salí de la oficina, pero en vez de ir directamente a casa, tuve la impresión que debía seguir hacia el sur y visitar al hermano Salas esa misma tarde.  Con la dirección en la mano, traté de encontrar la casa.  Con bastante tráfico y con poca luz, me pasé del lugar donde debía estar la calle que conducía a la casa.  No podía ver nada.  Sin embargo, no me di por vencido.  Di la vuelta alrededor de la cuadra y volví, pero seguí sin encontrarla.  Traté una vez más y tampoco la encontré.  Comencé a sentir que estaría justificado si me volvía a casa.  Había hecho un noble esfuerzo, pero no había encontrado la dirección.  Pero, en vez de eso, ofrecí una oración en silencio para pedir ayuda.  Me sentí inspirado a acercarme al lugar desde la dirección opuesta.  Recorrí cierta distancia y di la vuelta de modo que ahora estaba del otro lado de la calle.  En esa dirección había menos tránsito.  Al acercarme al lugar otra vez, pude ver a través de la tenue luz, un cartel que se había caído y ahora estaba tirado al borde de la calle, y un camino casi invisible lleno de hierbas que conducía a un pequeño edificio de apartamentos y a una pequeña casa solitaria, a cierta distancia de la calle principal.  Al dirigirme hacia los apartamentos, una niña pequeña, vestida de blanco, me hizo señas con la mano y supe que había encontrado a la familia.

Me hicieron pasar a la casa, y luego me condujeron al cuarto donde estaba acostado el hermano Salas. Alrededor de la cama se encontraban tres hijas, el yerno y la hermana Salas. Todos menos el yerno eran de Costa Rica. Por la apariencia del hermano Salas se notaba la gravedad de su estado. Tenía un paño húmedo deshilachado sobre la frente —no una toalla ni una toallita de mano, sino un trapo deshilachado— lo cual ponía de relieve la humilde situación económica de la familia.

Con un leve movimiento, el hermano Salas abrió los ojos y una tenue sonrisa se perfiló en sus labios cuando le tomé la mano.  Le dije: “He venido a conocerlo”; y sus ojos y los míos se llenaron de lágrimas.

Pregunté si deseaban que le diera una bendición y la respuesta unánime de la familia fue afirmativa.  A causa de que el yerno no poseía el sacerdocio, procedí yo solo a darle una bendición del sacerdocio.  Las palabras parecían fluir libremente bajo la dirección del Espíritu del Señor.  Incluí las palabras del Señor que se encuentran en la sección 84 de Doctrina y Convenios, versículo 88: “Iré delante de vuestra faz.  Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros”.  Después de la bendición, expresé unas palabras de consuelo a los acongojados miembros de la familia.  Hablé con cuidado para que pudieran entender mi inglés, y después, con mi limitado español, les hice saber que los amaba y que nuestro Padre Celestial los bendeciría.

Les pedí la Biblia de la familia y les señalé 3 Juan, versículo 4: “No tengo yo mayor gozo que éste, el oír que mis hijos andan en la verdad”.  Les dije: “Esto es lo que su esposo y su padre desea que recuerden ahora que se prepara para dejar esta existencia terrenal”.

Con el rostro surcado por las lágrimas, la dulce esposa del hermano Salas me pidió que escribiera la referencia de los dos pasajes de las Escrituras que había compartido con ellos para que la familia pudiera volver a leerlos.  Como no tenía nada a mano donde escribirlas, la hermana Salas buscó en su bolso y sacó un pedacito de papel.  Al tomarlo, noté que era un recibo de diezmos.  Mi corazón se conmovió cuando me di cuenta de que, a pesar de las condiciones tan humildes en las que vivían, eran fieles en el pago del diezmo.

Después de una tierna despedida, me acompañaron hasta el auto. Al manejar hacia casa, reflexioné sobre el espíritu especial que había sentido. También sentí, como muchas otras veces, un sentido de gratitud porque mi Padre Celestial había respondido a las oraciones de otra persona por medio de mí.

Thomas S. Monson, “El Sacerdocio: Un don sagrado”, Liahona, mayo de 2007, págs. 57-60.

Un domingo por la tarde recibí una llamada telefónica del propietario de una farmacia que estaba dentro de los límites del barrio; me indicó que esa mañana, un niño había entrado en la tienda y había comprado un helado.  Había pagado con dinero que había sacado de un sobre y que, al salir, había olvidado el sobre.  Cuando el propietario pudo examinarlo, descubrió que era un sobre  de ofrendas de ayuno, con el nombre y el número de teléfono de nuestro barrio.  Cuando me describió al niño que había entrado a la tienda, de inmediato supe quién era; era un diácono de nuestro barrio que provenía de una familia menos activa.

Mi primera reacción fue una de asombro y de desilusión al pensar que uno de nuestros diáconos tomara fondos de las ofrendas de ayuno destinados para los necesitados, y se fuera a la tienda en domingo a comprar una golosina con ese dinero.  Decidí que esa tarde visitaría a ese niño para enseñarle en cuanto a los fondos sagrados de la Iglesia y su deber como diácono de recabar y proteger esos fondos.

Mientras me dirigía a ese domicilio, hice una oración en silencio para suplicar orientación en lo que debía decir para arreglar la situación.  Llegué y toqué a la puerta; la abrió la madre del niño, y me invitaron a pasar a la sala.  A pesar de que la luz de la habitación era muy tenue, pude darme cuenta de que era un lugar muy pequeño y escuálido.  Los pocos muebles estaban desgastados y la madre tenía una apariencia de cansancio.

La indignación que sentía por las acciones de su hijo aquella mañana se desvaneció al darme cuenta de que era una familia muy necesitada.  Sentí la impresión de preguntarle a la madre si había alimentos en la casa; con lágrimas contestó y dijo que no tenía nada.  Me dijo que desde hacía tiempo su esposo había estado sin trabajo y que necesitaban desesperadamente no sólo comida, sino dinero para pagar el alquiler a fin de que no los desalojaran de la pequeña casita.

No me atreví a mencionar de los donativos de las ofrendas de ayuno, ya que me di cuenta de que lo más probable era que el niño habría tenido mucha hambre cuando se detuvo en la tienda.  Más bien, inmediatamente hice los arreglos para dar ayuda a la familia, a fin de que tuviesen qué comer y un techo sobre su cabeza.  Además, con la ayuda de los líderes del sacerdocio del barrio, pudimos conseguirle empleo al marido para que pudiese proveer de lo necesario para la familia.

Thomas S. Monson, “Hogares celestiales, familias eternas”, Liahona, junio de 2006, págs. 98-103