En una conferencia reciente para las mujeres mormonas Thomas S. Monson animó a las mujeres a ser más amables entre ellas y evitar las críticas. A continuación está la cita de ese sermón y de varios pensamientos de discursos anteriores sobre el tema de no juzgar a los demás.

Cada persona es única

mormon-womenMis queridas hermanas, cada una de ustedes es única. Ustedes son diferentes entre sí en muchas formas. Hay algunas de ustedes que son casadas. Algunas se quedan en casa con sus hijos, mientras otras trabajan fuera del hogar. Algunas de ustedes se quedaron con el nido vacío. Hay otras que están casadas, pero no tienen hijos. Hay algunas que están divorciadas y otras que son viudas. Muchas de ustedes son solteras. Algunas tienen títulos universitarios, y otras no. Hay algunas que pueden permitirse ropa de última moda y hay quienes son afortunadas si poseen un atuendo dominical apropiado. Tales diferencias son casi innumerables. ¿Nos tientan dichas diferencias a juzgarnos los unos a los otros?

La Madre Teresa, una monja católica que trabajó entre los pobres de India la mayor parte de su vida, dijo una profunda verdad: “Si juzgan a las personas, no tendrán tiempo de amarlas”. El Salvador nos ha amonestado: “Éste es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado”. Yo pregunto: ¿Podemos amarnos los unos a los otros si nos juzgamos unos a otros? Y respondo, junto a la Madre Teresa: No; no podemos. (Reunión General de la Sociedad de Socorro, 25 de setiembre de 2010).

Valor para abstenerse de juzgar

Permítanme hablar primero del valor para abstenerse de juzgar a los demás. Quizás se pregunten: “¿Eso realmente requiere valor?”. Yo les respondería que creo que hay muchas ocasiones cuando abstenerse de juzgar—o de decir chismes o criticar, cosas que por cierto son similares a juzgar— requiere un acto de valor.

Lamentablemente, hay quienes sienten la necesidad de criticar o denigrar a los demás. Sin duda, ustedes se habrán encontrado con ese tipo de personas y lo harán en el futuro. Mis queridas amiguitas, no existe la necesidad de preguntarse cómo debemos comportarnos en esas situaciones. En el Sermón del Monte, el Salvador declaró: “No juzguéis”. Más adelante, amonestó: “Cesad de criticaros el uno al otro”. Al estar rodeadas de sus compañeras y sientan la presión del grupo para criticar y juzgar, se requerirá verdadero valor para no participar en ello.

Me atrevo a decir que hay jovencitas a su alrededor que, debido a los comentarios hirientes y críticas que ustedes han hecho, a menudo quedan excluidas. Parece ser lo normal, en especial en esta época de su vida, ser cruel o evitar a las personas que parezcan ser diferentes o no concuerden con lo que nosotros o los demás creen que deberían ser.

El Salvador dijo:

“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros. …

“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.”

Thomas S. Monson, “Tengan valor”, Liahona, mayo de 2009, págs. 123-127

El peligro de las etiquetas

A veces, las ciudades y las naciones llevan sus etiquetas especiales de identidad. Éste era el caso de una fría y vieja ciudad del este de Canadá, a la cual los misioneros llamaban “Kingston, la Ciudad de Piedra”. En los seis años anteriores sólo había habido un converso a la Iglesia en Kingston, aunque durante todo ese período los misioneros asignados habían estado trabajando constantemente; nadie se bautizaba allí; cualquier misionero que hubiera estado en esa ciudad atestiguaría esto. Para ellos, el tiempo que pasaban en Kingston era como si lo pasaran en prisión. Para los misioneros, su más grande deseo, incluso sueño, era que lo trasladaran a otro lugar, a cualquier otro lugar que no fuera ése.

Mientras oraba y meditaba sobre ese lamentable dilema, como lo requería mi responsabilidad de presidente de la misión, mi esposa me hizo notar un pasaje del libro A Child’s Story of the Prophet Brigham Young [Historia de Brigham Young, relato para niños] y me leyó que Brigham Young (1801-1877) llegó a Kingston, Ontario, Canadá, en un frío y nevoso día. Predicó en la ciudad unos treinta días y bautizó a cuarenta y cinco almas. Allí estaba la respuesta. Si el misionero Brigham Young había podido lograr el éxito, también podían hacerlo los misioneros actuales.

Sin dar explicaciones, retiré a los misioneros de Kingston, a fin de romper el ciclo de frustración; luego, hice circular esta noticia: “Pronto abriremos a la obra misional una nueva ciudad, la misma en la que predicó Brigham Young, bautizando a cuarenta y cinco personas en treinta días”. Los misioneros empezaron a especular en cuanto al lugar. En sus cartas semanales imploraban ser asignados a ese paraíso terrenal. Así pasó el tiempo; entonces, fueron seleccionados cuatro misioneros––dos nuevos y dos con experiencia–– para aquella aventura proselitista. Los miembros de la pequeña rama prometieron su apoyo; los misioneros prometieron su vida; y el Señor honró sus promesas.

En solo tres meses, Kingston se convirtió en la ciudad más fructífera de la Misión Canadá. Los edificios de piedra gris todavía estaban allí, la apariencia de la ciudad no había cambiado, la población seguía siendo la misma; lo que había cambiado era la actitud. Y la etiqueta de la duda había dado paso a la de la fe.

Thomas S. Monson, “Etiquetas”, Liahona, setiembre de 2000, págs. 5-6.

Paciencia con los jóvenes

Una correcta perspectiva de nuestros jóvenes es totalmente esencial para aquellos llamados a servirles. Ellos son jóvenes, flexibles, ansiosos, y llenos de infinita energía. A veces cometen errores. Recuerdo una reunión donde nosotros los de la Primera Presidencia y los Doce estuvimos revisando un error de juventud que cometió un misionero. El tono fue serio y más bien crítico, cuando el Élder LeGrand Richards dijo: “Ahora, hermanos, si el buen Señor hubiera querido poner la cabeza de una persona de cuarenta años en el cuerpo de una persona de diecinueve, Él lo hubiera hecho. Pero, no lo hizo así. Colocó la cabeza de un joven de diecinueve años en un cuerpo de un joven de diecinueve años, entonces debemos ser más comprensivos”. La actitud del grupo cambió, el problema se resolvió y continuamos con la reunión.

Thomas S. Monson, “Llamado a servir”, Ensign-revista SUD en inglés, noviembre de 1991, pág. 46