Los mormones creen que la familia es la unidad más importante en el plan de Dios para nuestro tiempo en la tierra. Consideran que las familias son ordenadas por Dios y creadas para ayudarnos a alcanzar nuestras metas eternas.
Los mormones tienen una creencia acerca de las familias que es muy singular y que es reconfortante para los que están en duelo tras la muerte de un ser querido. Las creencias mormonas enseñan que las familias están destinadas a durar para siempre.
Dios tenía el propósito de que cada matrimonio tenga el potencial de durar para siempre. Él no aboga por el divorcio, salvo en circunstancias específicas, tales como el abuso o la infidelidad. En circunstancias normales, Él quiere que las parejas trabajen duro para que sus familias sean exitosas y, al no ser un abogado de divorcio, Él nunca forzaría a las parejas dignas a divorciarse en caso de fallecimiento de uno u otro cónyuge:
4 Y él, respondiendo, les dijo: ¿No habéis leído que el que los hizo al principio, hombre y mujer los hizo,
5 y dijo: Por tanto, el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa, y los dos serán una sola carne.
6 Así que, no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre (Mateo 19, versión de Reina-Valera de la Santa Biblia).
Jesús explicó que Moisés permitió el divorcio debido a la dureza de los corazones de las personas de su pueblo, pero que Dios no lo había permitido anteriormente. El divorcio no es una invención de Dios y aquellos que lo elijen a la ligera tendrán que rendir cuentas sobre ello.
Dios tampoco sacaría a una persona de la familia que él o ella ama. Muchos de nosotros hemos experimentado estar en un lugar o una situación maravillosa y el anhelo de que nuestras familias estén allí para compartir la experiencia. De alguna manera, el no tenerlas quita la alegría del momento.
Dios nos ha prometido que en el Cielo seremos más felices de lo que alguna vez imaginamos que sería posible. ¿Quién de nosotros que ama a alguien podría ser más feliz de lo que alguna vez imaginó, sin aquellos a quienes amamos? Cuando vayamos al Cielo, vamos a ser nosotros mismos, llevando con nosotros lo que esté en nuestros corazones y mentes, incluyendo nuestro amor. Vamos a ser capaces de vivir juntos como familias, tal como lo hicimos en la tierra, compartiendo los gozos de la eternidad juntos.
La mayoría de personas, incluso aquellas que piensan que no creen en las familias eternas, saben esto en lo profundo de sus corazones. Sale a la luz cuando alguien muere y dicen: “Por lo menos mamá y papá están juntos otra vez”, o consuelan a un niño con la promesa de que “tu mamá está en el cielo y algún día la volverás a ver”. Sus corazones saben lo que el mundo ha tratado de quitarles intelectualmente, que un Dios amoroso nos dará la oportunidad de estar juntos para siempre. Estar de acuerdo en casarse con alguien por la eternidad es una garantía poderosa del amor que dos personas se tienen el uno al otro y es un consuelo para sus hijos. Los niños pueden crecer sintiéndose seguros y protegidos sabiendo que sus padres siempre serán suyos.
Los siguientes son algunos pensamientos que el actual profeta mormón, Thomas S. Monson, tiene sobre el tema de las familias eternas.
Edificar un hogar eterno
Un hogar es mucho más que una casa construida de madera, ladrillos o piedra. Un hogar se edifica con amor, sacrificio y respeto. Nosotros somos responsables del hogar que edifiquemos, y debemos edificar con sabiduría, ya que la eternidad no es un viaje corto. En él habrá tranquilidad y viento, luz del sol y sombras, alegría y pesar, pero si de verdad nos esforzamos, nuestro hogar puede ser un pedacito de cielo en la tierra. Lo que pensemos, lo que hagamos, nuestro modo de vivir no sólo influyen en el éxito de nuestra jornada terrenal, sino que también señalan el sendero hacia nuestras metas eternas.
Algunas familias Santos de los Últimos Días están formadas por la madre, el padre y los hijos, todos viviendo dentro del seno del hogar, mientras que otras han visto alejarse primero a uno, luego a otro y a otro de sus miembros. A veces una sola persona constituye una familia; pero cualquiera sea su composición, continúa siendo una familia, porque las familias son eternas.
Podemos aprender del Señor, el Supremo Arquitecto. Él nos ha enseñado cómo edificar, y dijo que “toda… casa dividida contra sí misma, no permanecerá” (Mateo 12:25). Más tarde, advirtió: “He aquí, mi casa es una casa de orden… y no de confusión” (D. y C. 132:8).
En una revelación que se dio a José Smith en Kirtland, Ohio, el 27 de diciembre de 1832, el Maestro aconsejó: “Organizaos; preparad todo lo que fuere necesario; y estableced una casa, sí, una casa de oración, una casa de ayuno, una casa de fe, una casa de instrucción, una casa de gloria, una casa de orden, una casa de Dios” (D. y C. 88:119; véase también 109:8).
¿Dónde podríamos encontrar un diseño más apropiado para establecer sabia y adecuadamente nuestro hogar? Este diseño cumpliría con las especificaciones descritas en Mateo, una casa edificada “sobre la roca” (Mateo 7:24, 25; véase también Lucas 6:48; 3 Nefi 14:24, 25), capaz de resistir las lluvias de la adversidad, los ríos de la oposición y los vientos de la duda que se encuentran presentes en todas partes del mundo cambiante y lleno de desafíos en el que vivimos.
Thomas S. Monson, “Hogares celestiales, familias eternas” Liahona, junio de 2006, págs. 66–71
El tesoro más importante de una madre
Una buena y amorosa madre había fallecido, sin dejarles a sus valientes hijos y bellas ninguna herencia monetaria, sino que, en vez de ello, les dejó un rico legado de ejemplo, sacrificio y obediencia. Después de que se hubieron pronunciado los elogios durante el funeral y se hubo efectuado la triste jornada al cementerio, los miembros adultos de la familia examinaron las escasas posesiones que la madre había dejado. Louis descubrió una nota y una llave; la nota decía: “En el dormitorio de la esquina, en el cajón de debajo de mi cómoda, hay una cajita que contiene el tesoro de mi corazón. Esta llave abrirá la caja”. Uno de los hijos preguntó: “¿Qué pudo tener mamá que valiera tanto para tenerlo bajo llave?” Una de las hermanas replicó: “Papá murió hace muchos años, y es muy poco lo que mamá ha tenido de las comodidades de este mundo”.
Sacaron la caja del lugar señalado en el cajón de la cómoda, y la abrieron con mucho cuidado con la ayuda de la llave. ¿Qué había dentro? No había dinero, ni títulos de propiedades, ni anillos preciosos ni joyas. Louis sacó una fotografía descolorida de su padre; en el reverso decía: “Mi querido esposo y yo fuimos sellados por esta vida y por toda la eternidad en la Casa del Señor, en Salt Lake City, el 12 de diciembre de 1891.”
Después fueron apareciendo fotografías individuales de cada uno de los hijos, las que tenían el nombre y la fecha de nacimiento al dorso. Por último, Louis acercó a la luz una tarjeta para el “Día de los enamorados”, la cual reconoció como una que él había confeccionado. Leyó las palabras que hacía sesenta años el había escrito con la letra inconfundible de un niño: “Querida mamá: te quiero”.
Los corazones se enternecieron, las voces acallaron y los ojos se humedecieron. El tesoro de la madre era su familia eterna, cuya fortaleza se arraigaba en el cimiento del amor.
Thomas S. Monson, “El portal del amor”, Liahona, octubre de 1996, pág. 2
Reassurance at Death of an Eternal Family
Tranquilidad en la muerte de una familia eterna
Al meditar sobre estos asuntos tan delicados, no podemos menos que observar lo desvalido que es un niño recién nacido; no hay un ejemplo mejor de total dependencia. La nutrición para el cuerpo y el amor para el alma son indispensables, y ambos los provee la madre. La que con su mano en la mano de Dios descendió al “valle de sombra de muerte” (Salmos 23:4) para darnos la vida a nosotros no queda abandonada por Él en su misión materna.
Hace varios años, los periódicos de Salt Lake City publicaron la noticia de la muerte de una buena amiga mía, casada y con hijos, a quien la muerte arrebató en la flor de la vida. Fui al funeral, en el que había una gran cantidad de personas que deseaban expresar sus condolencias al esposo y los niños, que estaban desconsolados. De pronto, la más pequeña me reconoció, se acercó y me tomó de la mano.
“Venga”, me dijo, llevándome hasta el ataúd donde descansaba el cuerpo de su madre tan querida. “Yo no lloro, hermano Monson, y usted tampoco debe llorar. Mi mamá me habló muchas veces de la muerte y de la vida con el Padre Celestial. Yo soy de mi papá y de mi mamá, y algún día vamos a estar todos juntos otra vez”.
Con los ojos empañados por las lágrimas vi su hermosa sonrisa, llena de fe. Para mi amiguita, cuya diminuta mano apretaba la mía, no habrá nunca un alba sin esperanza. Sostenidos por un testimonio inalterable, con la certeza de que la vida continúa más allá de la tumba, ella, su padre y sus hermanos, y sin duda todos los que como ellos tienen este conocimiento de la verdad divina, pueden declarar al mundo: “Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría” (Salmos 30:5).
Thomas S. Monson, “Una invitación a la exaltación”, Liahona, julio de 1988, pág. 53
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