La paternidad se considera como uno de los llamamientos más sagrados que cualquier persona puede recibir de Dios. No es fácil, y algunos días parecen imposibles, pero en el esquema eterno de las cosas, nada de lo que hacemos en nuestra vida será más importante que el tiempo que pasamos como padres.
¿Cuándo fue la última vez que agradeció a sus padres por el servicio que le dieron? A continuación se presentan los pensamientos de Thomas S. Monson, profeta mormón, sobre el carácter sagrado de la paternidad y nuestra responsabilidad de amar y honrar a nuestros padres.
Dar gracias por los padres
“Primero, quisiera pedir que agradezcamos a nuestros padres la vida, su cuidado, su sacrificio y el esforzarse por darnos un conocimiento del plan de felicidad de nuestro Padre Celestial.
“Desde el Sinaí, las palabras estremecen nuestra conciencia: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da” (Éxodo 20:12)”.
Thomas S. Monson, “El profundo poder de la gratitud”, Liahona, setiembre de 2005, pág. 2.
La esperanza de un padre
Este don se ha concedido de manera universal a todos nosotros. Tuvimos el privilegio divino de dejar nuestro hogar celestial para venir a la tierra a obtener un tabernáculo de carne y hueso a fin de demostrar, por medio de nuestra forma de vivir, que poseíamos la dignidad y la aptitud para volver algún día con nuestro Padre y nuestros seres queridos a un reino llamado celestial. Nuestros padres nos han otorgado ese maravilloso regalo y, por lo tanto, tenemos la responsabilidad de demostrar nuestra gratitud por medio de nuestros actos.
Mi propio padre, que era impresor, me regaló la copia de un documento que había impreso, titulado “La carta de un padre”, y que terminaba con este pensamiento: “Quizás mi esperanza más grande como padre sea el tener una relación tal contigo, que cuando llegue el día en que mires por primera vez la carita de tu primer hijo, sientas muy dentro de ti el deseo de ser para él la clase de padre que yo he tratado de ser para ti. Es el cumplido más grande que un hombre puede recibir. Con cariño, papá”.
La gratitud hacia nuestra madre por el don del nacimiento es igual o superior a la que debemos a nuestro padre. Ella, que cuidó de nosotros como si fuéramos “un nuevo y delicado capullo de flor humana, recién salido del hogar de Dios para florecer aquí en la tierra”, que se preocupó de cada una de nuestras necesidades, que consoló todos nuestros llantos, y que más tarde se regocijó en cualquier logro que obtuvimos y lloró con nuestros fracasos y desilusiones, ocupa un especial lugar de honor en nuestro corazón.
Un pasaje de 3 Juan establece la fórmula con la que podemos expresar a nuestros padres la gratitud que sentimos por el don de nacer: “No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad”. Andemos en la verdad y honremos a los que nos han dado el don invalorable del nacimiento.
Thomas S. Monson, “Dones atesorados”, Liahona, diciembre de 2006, pág. 2–8
Lo que los hijos realmente necesitan
El lugar que ocupan los padres en el hogar y en la familia es de primordial importancia cuando examinamos nuestra responsabilidad personal al respecto. Un grupo de distinguidas personas se reunió en una conferencia para analizar las razones del incremento de la violencia, particularmente entre la juventud. Algunas de sus observaciones pueden ayudarnos a medida que examinamos nuestras prioridades:
“Una sociedad que contempla la violencia como un entretenimiento… no debiera sorprenderse cuando la violencia insensata destroza los sueños de sus ciudadanos más jóvenes e inteligentes…
“…El desempleo y el desaliento pueden conducirnos a la desesperanza, pero la mayoría de la gente no cometerá actos desesperados si se le enseña que la dignidad, la honradez y la integridad son más importantes que la venganza y el enojo, y si entiende que el respeto y la bondad ofrecerán al final una mejor oportunidad para el éxito…
“Las mujeres de esa conferencia sobre la prevención de la violencia hallaron la solución, la única solución capaz de rectificar la trayectoria hacia la conducta cada vez más destructiva y el dolor: el retorno a los valores familiares de antaño”.
Con demasiada frecuencia creemos equivocadamente que nuestros hijos necesitan más cosas materiales, cuando en realidad en silencio nos imploran que pasemos más tiempo con ellos. La acumulación de bienes o la multiplicación de nuestras posesiones contradice las enseñanzas del Maestro:
“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan;
“sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan.
“Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”.
Una noche observé a un gran número de padres e hijos en Salt Lake City que iban de camino a un centro de entretenimiento para asistir a una representación de la obra “La bella y la bestia”. Detuve mi automóvil a un costado de la calle para contemplar aquella alegre multitud. Los padres, que indudablemente se dejaron persuadir para acudir al lugar, llevaban de la mano a sus preciados niños. Aquello era el amor en acción, un tácito mensaje de interés genuino, una reorganización del tiempo para satisfacer una prioridad a la manera de Dios. En verdad, la paz reinará victoriosa una vez que mejoremos de acuerdo con el modelo que nos ha enseñado el Señor. Entonces podremos apreciar el profundo sentido espiritual de las sencillas palabras del familiar himno: “Oh que grato todo es cuando del hogar el amor el lema es…”
Thomas S. Monson, “La búsqueda de la paz”, Liahona, marzo de 2004, pág. 2.
Rescatando a un hijo perdido
Quizás una escena que se repite con frecuencia les ayudará a encontrar la oportunidad de ayudar a los que van por mal camino. Demos una mirada a una familia que tiene un hijo llamado Jack, quien, desde muy temprana edad, ha tenido serias diferencias con su padre. Un día, cuando tenía diecisiete años, tuvieron una discusión muy violenta. Jack le dijo a su padre: “¡Ésta es la gota que colma el vaso; me voy de casa y jamás regresaré!”. Se fue a su habitación y empacó sus cosas. Su madre le rogó que se quedara, pero estaba demasiado enojado para escucharla, y la dejó llorando a la puerta de la casa.
Al salir del jardín y casi en el momento que pasaba por el portón, oyó que su padre le llamaba: “Jack, reconozco que en gran parte es mi culpa el que te vayas de casa, y sinceramente lo siento. Pero deseo que sepas que si alguna vez deseas volver a casa, siempre serás bienvenido. Trataré de ser un buen padre y quiero que sepas que te amo y que siempre te amaré”.
Jack no dijo nada, siguió hasta la terminal de autobuses y compró un pasaje hacia una ciudad distante. Mientras viajaba y contemplaba el paso de los kilómetros, pensó en las palabras de su padre. Se dio cuenta de todo el valor y el amor que habían sido necesarios para que su padre dijera esas palabras. Su padre se había disculpado; lo había invitado a regresar y en el aire de aquel verano resonaban sus palabras: “te amo”.
Jack se dio cuenta de que el próximo paso lo debía dar él. Supo que la única forma de encontrar paz interior era demostrarle a su padre el mismo grado de madurez, de bondad y de amor que su padre le había demostrado. Jack se bajó del autobús, compró un pasaje de regreso y emprendió el camino a casa.
Llegó poco después de la medianoche, entró en la casa y encendió la luz. Allí, en la mecedora, estaba su padre, con la cabeza inclinada. Al ver a Jack, se levantó y ambos se abalanzaron a abrazarse. Más tarde, Jack dijo: “Esos últimos años que viví en casa fueron unos de los más felices de mi vida”.
He aquí un padre que, superando su cólera y controlando su orgullo, decidió rescatar a su hijo antes de que se convirtiera en parte de ese “batallón perdido” que proviene de familias divididas y hogares destrozados. El amor fue el vínculo unificador, el bálsamo curativo; el amor que se siente tan a menudo pero que pocas veces se expresa.
Desde el monte Sinaí retumba en nuestros oídos: “Honra a tu padre y a tu madre” (Éxodo 20:12), y más tarde, escuchamos de ese mismo Dios la orden de vivir “juntos en amor” (D. y C. 42:45).
Thomas S. Monson, “Hogares celestiales, familias eternas”, Liahona, junio de 2006, págs. 66–71
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